
Podría haber escrito más sobre mis vacaciones. Poco lo he hecho y mucho menos he publicado: y se han amontonado trocitos de muchas cosas y de nada en mis libretas.
Podría haber compartido muchas fotos, como tantas que circulan en redes: instantes que parecen perfectos aunque nunca lo sean del todo. Sin embargo, no lo hice. Tal vez porque detrás de cada sonrisa ha habido para llegar a ella cansancio, tensiones, preocupaciones y silencios. Momentos tan reales como los de las fotos, igual de persistentes, que me recuerdan que la realidad de unas vacaciones no cabe solo en el encuadre.
Ahí surge la paradoja: los recuerdos “felices” parecen comprimirse en imágenes que incluso la inteligencia artificial puede embellecer, mientras que los difíciles se expanden y se sienten densos, como si se resistieran a desaparecer. Rara vez se fotografían, casi nadie los comparte, pero son los que dan peso y profundidad a lo vivido. Mientras la tecnología intenta perfeccionar lo visible, lo invisible permanece intacto, recordándonos que no todo lo importante puede ni debe mostrarse.
Por eso, las vacaciones nunca son solo vacaciones. Son un espejo de la vida: mezclan instantes luminosos e incómodos silencios, risas espontáneas y pensamientos callados. Lo que no publico existe igual, y su presencia da sentido a lo que sí parece “publicable”. Algunos incluso necesitan de la inteligencia artificial para mejorar las fotos, como si un microsegundo no bastara, como si la huella emocional necesitara retoques para ser suficiente. Malditos filtros. La misma inteligencia artificial a la que ahora se le pide que nos diagnostique y psicoanalice.
Y entonces llega una sesión “de verano” en consulta:
—“Mis vacaciones son para poder avanzar en mí, Jorge. Durante el resto del año casi no tengo tiempo, y así nadie está pendiente de qué hago; todos ocupados en hacerse selfies” —me decía una paciente.
Y añadió:
—“Yo también podría haber publicado fotos llenas de instantes perfectos, pero no lo hice. Solo puse una mientras venía caminando hacia aquí: ‘Esta tarde toca cuidarme. Hoy toca terapia’. Los comentarios fueron variados: algunos positivos, otros incrédulos, como si ir al psicólogo en agosto no tuviera sentido. Cada vez me siento más fuera de esa ficción…”
Esta butaca en lo que llevamos de agosto, ha visto que tras amaneceres, playas y montañas también hay cansancio, frustraciones, soledad y tristeza. Eso no cabe en una foto, a veces ni en la cabeza, pero es lo que más nos acompaña cuando todo termina o salimos de la aplicación.
Quizá ahí está el aprendizaje que verbalizó mi paciente: aceptar que no se trata de elegir entre lo luminoso y lo sombrío, sino de sostener ambos. Las vacaciones no nos eximen de la vida; solo nos recuerdan que sigue con su luz y su sombra. Buscar ayuda en verano o mantener la terapia no es contradicción: es un acto de honestidad. Un espacio que permite mirar dentro, enfrentar lo que posponemos en la rutina y reconocer lo que necesitamos. La pregunta no es si hacerlo en verano, sino por qué esperamos tanto y usamos el “no tengo tiempo” como excusa.
Las fotos embellecen recuerdos, pero los momentos no fotografiados nos muestran dónde estamos de verdad. Aunque no se vean, merecen ser vividos, reconocidos y compartidos en un espacio íntimo y seguro como la terapia.
Y si lo más valioso de unas vacaciones no sea lo que queda registrado, sino lo que sucede en silencio: una conversación inesperada, la calma de un atardecer, el gesto de alguien que te sostiene. Esos momentos invisibles regresan con fuerza cuando vuelve la rutina. No necesitan filtros ni testigos; su valor está en haberlos sentido. En saber que son tuyos y solo tuyos.
La vida no se reduce a lo que se muestra, sino que se construye entre lo visible y lo invisible. Es ahí donde hallamos coherencia y nos encontramos a nosotros mismos. Como decía esa paciente: “Soy más lo que nadie sabe ni conoce, y muy poco de lo que he mostrado”. Muchos podríamos hacer nuestra esa reflexión.
Tras su sesión, repasé fotos de mis vacaciones. Las miraba a través de las palabras de mi paciente y entendí que no hay una única manera de vivirlas. No hay obligación de mostrarlas, embellecerlas o hacerlas “perfectas”. Ya lo son para mí.
Aunque no todo me guste, me reconozco en lo que siento: el inicio agotador de días que se escapan, las risas cómplices con mi “guardia pretoriana”, el silencio que me acompaña y sostiene, la tristeza que se cuela entre risas, y una foto de mi mano sosteniendo otra que se niega a apagarse.
Así, aunque unas imágenes se guarden en pantallas y otras solo en la memoria, lo que importa es lo que llevamos dentro al volver a la rutina: recuerdos que nos enseñan a sostenernos, escucharnos y pedir ayuda sin esperar aprobación ni likes. Ningún instante cabe en un flash, porque vivir y sentir —con todas sus imperfecciones— es la única forma de que las vacaciones, y la vida, tengan sentido. No es coleccionar momentos, sino sentirlos, incluso los que nunca serán una foto.
Al final, la memoria funciona como un álbum secreto, donde no importa la nitidez de la imagen sino la huella que cada instante dejó. Un álbum en el que, cuando fotos y recuerdos luminosos se mezclen con los sombríos, lo que quedará no será la perfección de lo compartido, sino la verdad de lo vivido. Ahí es donde las vacaciones —como la vida— hallan su sentido: recordándonos que no somos lo que publicamos, sino lo que sabemos sostener y abrazar en silencio.
Y quizá ese sea el verdadero reto: no decidir qué mostramos u ocultamos, sino aprender a convivir con la dualidad sin miedo a ser definidos por una parte. En el equilibrio entre ambos extremos está la autenticidad: un terreno incómodo, pero necesario, donde uno puede reconocerse vulnerable y a la vez en paz. Paz para no necesitar filtrar la vida para hacerla llevadera, sino aceptarla tal como llega, con sus bordes ásperos y sus destellos inesperados.
Jorge Juan García Insua