Ha llegado silencioso y dando la impresión que necesitaba soltar algo urgentemente.
– Qué traes hoy a sesión?
– Cabreo! Vengo enfadado. No lo ven y ella tampoco, no lo ve o no lo quiere ver.
– Qué es eso que te enfada tanto que no vean?
– Que esto no es fácil, me ha dicho que vaya más rápido, que no está para esperar. Le he dicho lo que hablamos, que necesito ritmo para … avanzar, cambiar cosas… me ha dicho que busque un psicólogo que vaya más rápido y me meta más caña.

Según iban pasando los minutos ha ido dejando a un lado las expectativas (y prisas sin sentido ajenas) y ha vuelto a centrarse en su proceso.
Él entendió que en terapia a veces hay que profundizar, otras hay que flotar en la superficie. No todo dolor o trauma pide ser desenterrado de inmediato, no toda pregunta requiere respuesta en el instante.
Hay momentos en que la profundidad nos ofrece claridad, y otros en que el simple hecho de sostenernos en lo visible, lo que conocemos y donde nos sentimos seguros ya es un acto de cuidado. Uno enorme que sólo nosotros sabemos lo que cuesta dar. Y la terapia es ante todo eso, un acto de auto cuidado.
Flotar no siempre es evadir, muchas veces es descansar. Profundizar no es perderse, es buscar sentido. Ambos movimientos se entrelazan como las mareas: uno prepara al otro, y el ciclo se repite, con la cadencia y ritmo que cada persona necesita.
La terapia no trata de forzar sino de escuchar y escuchar. Escuchar al cuerpo, la palabra, al silencio, a uno mismo.
En ese ir y venir, en ese silencio y escucha la persona aprende a reconocerse. Cuando somos capaces de reconocernos, avanzamos. No se trata de avanzar en línea recta, sino de aceptar que el proceso tiene curvas, pausas y mareas propias. Propias.
La terapia es, en el fondo, un espacio de permiso: permiso para sentir, para no saber, para equivocarse, para encontrar nuevas formas de ser. Es un encuentro con la paciencia y con la confianza de que incluso en los momentos de aparente quietud, algo dentro sigue moviéndose.
La terapia no ofrece atajos ni certezas absolutas, no es un único camino sino un acompañamiento en la complejidad de ser humano.
A veces queremos soluciones rápidas, respuestas definitivas, pero lo que encontramos es un espacio donde aprender a sostener la pregunta sin apresurarnos a resolverla. Profundizar y flotar no son opuestos, sino formas complementarias de conocernos y ambas piden valentía: la primera para mirar de frente lo que duele, la segunda para confiar en que no todo depende del esfuerzo constante.Y tal vez ahí está la verdadera transformación, no en cambiar quién somos de raíz, sino en permitirnos ser incluso con aquello que incomprensiblemente para otros no podemos ni sabemos cambiar. Permitirnos menos juicio y más escucha, aunque duela.
Hace tiempo escribí que la terapia no es un destino, sino un viaje recorrido a distintos ritmos. No se trata de llegar más rápido ni de ir más profundo siempre, Eso no es terapia ni vida para nadie.
Dije y sigo defendiendo que la terapia te enseña que sanar no significa borrar lo vivido, sino que te ayuda a integrarlo de manera que podamos sostenernos con el peso sobre los hombros. La terapia nos recuerda que la fuerza no está en evitar el dolor, sino en darnos el permiso de sentir, descansar y continuar cuando nos sentimos capaces de dar otro paso.
Y en ese paso, a veces pequeño, a veces titubeante, se abre la posibilidad de algo nuevo. No un triunfo grandilocuente que publicar ni una revelación que cambie la vida de golpe, sino un gesto sutil: respirar con más calma, dormir un poco mejor, atrevernos a decir “no”, escuchar a quien queremos, focalizar nuestra rabia e ira, reconocer que ya no duele igual que antes…
En terapia así debe ser el proceso: casi imperceptible para quien mira desde fuera, profundamente transformador para quien lo transita. Por eso hablo tanto de “camino”, porque la terapia no busca mostrar resultados inmediatos salvo cuando la vida está en juego, y se mueve lejos de la prisa de quienes quieren medirlo todo. La terapia no siempre nos lleva a donde pensábamos, pero siempre nos acerca más a quienes somos.
Te regala la oportunidad de reconciliarnos con nuestro propio ritmo. Confiar en que no vamos tarde, que no necesitamos demostrar nada para merecer cuidado. Que lo humano se mueve en olas, y que está bien tener momentos de calma antes de volver a sumergirse.
Así, a nuestro ritmo, aprendemos que sanar no es dejar de sentir, sino aprender a sentir de otra manera. Que el dolor deja de ser enemigo cuando dejamos de pelear contra él y comenzamos a escucharlo.
Y aunque lento, cambiamos la vida. Eso donde a veces no es tan importante ir rápido sino ir de la mano. ..
… y cuando la mano que agarras es la que quieres no importa caminar lento.
Jorge Juan García Insua