Cuando el amor no alcanza

Ella tiene mediana edad. La primera de las sesiones tuvo que hacer un enorme esfuerzo para encontrar las palabras. Sabía lo que quería expresar pero desde el primer momento dijo sentir vergüenza por expresar ante alguien lo que iba a explicarme.

Confesó que había pasado meses posponiendo la decisión de venir. Miraba mi número de teléfono una y otra vez, como si estuviera midiendo las consecuencias de marcarlo. Siempre encontraba una excusa para no hacerlo: “mañana”, “cuando esté más tranquila”, “cuando me atreva”. Y detrás de cada excusa, la verdad más desnuda: el miedo a exponerse. El miedo a que su verdad sonara demasiado dura, demasiado egoísta, demasiado inaceptable. El mismo miedo que la estaba matando.

Recordaba con claridad aquel día, apenas unas semanas atrás, en que había estado a punto de hablar con él. Tenía las palabras casi formadas en la boca: decirle que ya no lo quería como antes, que el vínculo se había ido desgastando hasta quedar en cenizas, que estaba agotada de sostener una relación que ya no le daba aire. Se había repetido a sí misma: “ya no puedo más”. Sin embargo, nunca lo dijo. Se tragó las frases, como tantas veces.

El destino fue cruel: justo esa semana, él acudió a la cita médica que llevaba tanto tiempo esperando. Los problemas respiratorios que parecían molestos pero manejables resultaron ser un síntoma de algo mucho mayor. El diagnóstico fue como un golpe seco, irreversible: terminal.

Todo cambió. Lo que ella pensaba revelar quedó enterrado bajo un nuevo peso, más insoportable. ¿Cómo hablar de su verdad cuando él acababa de recibir la suya? Decidió callar una vez más. Se convenció de que no era el momento, de que si rompía la relación en ese punto nadie lo comprendería. La sociedad, la familia, incluso sus propios amigos la mirarían con reproche: “lo abandonó cuando más la necesitaba”. El juicio de los demás se convirtió en una cárcel anticipada. Se sentía tan señalada y pensó que su culpa pesaría menos.

Desde entonces, vivía atrapada en una contradicción silenciosa. Hacía lo posible por aparentar normalidad, como si el amor todavía habitara sus gestos, como si la vida siguiera un curso previsible. Pero cada acto cotidiano era un teatro agotador. Cuando quedaba sola, las lágrimas salían sin permiso. El coche se transformó en su escondite más seguro: allí podía llorar en movimiento, convencida de que nadie notaría a una conductora con el rostro empapado. Alguna vez mientras conducía había pensado estrellarse, así “podría huir, dejar de sufrir y que nadie me mirara mal, tal vez incluso por pena me recordarían con cariño”.

El entorno nunca dudó de ella. Todos daban por hecho que permanecería firme, que sería la cuidadora, la compañera, el sostén incondicional. Nadie preguntó cómo estaba o se sentía. Nadie se detuvo a mirar detrás de su sonrisa forzada, nadie sospechó del vacío que la consumía. Ni siquiera él, absorbido en su propia enfermedad nunca alcanzó a preguntarle por sus emociones.

En lo profundo, ella se sentía cada vez más sola. Una soledad que no dependía de estar acompañada o no, sino de no poder compartir lo que llevaba dentro. La culpa la ahogaba: culpa por no amar como antes, culpa por desear marcharse, culpa por quedarse fingiendo. Y a la vez, el miedo: miedo a hablar, miedo a destruirlo, miedo a destruirse.

Era como si estuviera muriendo dos veces: una, con él, en el proceso inevitable de su enfermedad; y otra, dentro de sí, por todo lo que había callado.

Hasta que un día marcó mi teléfono, desde el coche y entre lágrimas.

Cuando llegó a su primera sesión la “otra” ella había hecho tres. Desde el primer momento sabía que necesitaba ayuda para poder gestionar aquel momento vital.

Había dejado a su pareja hacia 6 meses. Había sido una relación de subidas y bajadas, tan intensa en unas como destructiva en otras.

Un día no pudo más y decidió que lo que acaban de vivir era señal de que aquello debía acabarse aunque lo quería con locura y siempre había pensado, y seguía haciéndolo, que era el amor de su vida.

Él la acusó de abandonarlo justo cuando más la necesitaba; la rabia no le permitía ver más allá. Ella, por su parte, le reprochó todo lo que durante tanto tiempo había callado. Se separaron con la amarga sensación de no haberse conocido nunca del todo y con la certeza de lo cruel que puede ser la vida cuando te pone delante a tu alma gemela y, aun así, no puedes quedarte a su lado.

No fue fácil para ninguno de los dos. El contacto cero lo rompió al poco un mensaje de él. Se moría. “No hoy ni mañana pero me muero. Solo quería que lo supieras tú antes que nadie”.

Ella no supo reaccionar. Empezó a notar como era señalada, como hablaban a sus espaldas o recibía comentarios fuera de lugar. Todo aquella solo hacía que sintiera más y más culpable. Pensaba que todo aquello era muy injusto para alguien que se había querido ir sin hacer daño, sin explicar ni publicar fuera de ellos dos

Pero el dolor, cuando se comparte a medias, acaba saliendo por todas partes. Ella comenzó a vivir con una doble carga: la de la ruptura y la del peso social que parecía responsabilizarla de un destino que no había elegido. Dejó de dormir. Las noches eran eternas, repasando cada palabra, cada gesto, cada instante de aquella relación. Se preguntaba si debería volver a escribirle, si acaso aún podía acompañarlo en lo que le quedara de tiempo, aunque fuese solo como presencia silenciosa.

Él, por su parte, aunque no lo decía abiertamente, esperaba una respuesta. Entre ambos se había instalado un vacío extraño: demasiado grande para ignorarlo, demasiado doloroso para llenarlo. Una tarde ella se decidió a escribir.

Él quiso decir que sí, pero respondió que no. Todavía herido y resentido, no quería reabrir heridas ni enfrentarse a la idea de tenerla cerca sin que fuese en los términos que siempre había soñado. “Tenerte a mi lado sin ser como yo hubiera querido me dolería demasiado”, le escribió.

Desde entonces y tras dos llamadas fallidas que nunca tuvieron retorno ella no sabe ni cómo se siente más salvo esta hundida sin tocar fondo. Desde aquel mensaje no ha dejado de llorar y siente que algo también se muere cada día en ella.

Hoy han coincidido en la consulta. Acompañaba a una de ellas a la puerta mientras la otra esperaba. Se han cruzado las miras, se han reconocido y un largo abrazo ha revelado que fueron compañeras en primaria y secundaria y que la vida las había separado para reencontrarse hoy aquí.

Entre lágrimas me han explicado su historia común y se han prometido un café esta semana.

Tal vez ese reencuentro fugaz tenga continuidad. Cada una carga una cruz distinta, pero ambas han aprendido que callar lo que duele acaba matando lentamente. El miedo al juicio de los demás, la obligación de cumplir con lo que se espera, la costumbre de sostener a otros sin preguntar quién las sostiene a ellas… acaba siendo una especie de cárcel sin aire para respirar.

Ambas están aprendido a tenerse compasión. La compasión no viene de afuera, empieza en una misma. No se trataba de ser “perfectas”, ni de cumplir con lo que otros dictaran, sino de atreverse a reconocer su propia fragilidad y permitirse ser humanas, porque a veces no se trata de salvar una relación, ni de salvar al otro, sino de salvarse a sí mismo.

En terapia, lo que más sorprende a muchas personas no es descubrir el origen de su dolor, sino darse cuenta de cuánto tiempo han vivido cargándolo en soledad. El silencio, aunque parece una forma de protegerse, se convierte en una coraza que impide recibir apoyo, comprensión o incluso ternura. Lo que callamos pesa más que lo que decimos.

En ambos relatos hay un hilo común: el miedo al juicio externo y la culpa por no responder a las expectativas ajenas. La psicología nos recuerda que gran parte del sufrimiento humano no surge solo de lo que ocurre, sino de cómo interpretamos lo que debería ocurrir. Ese “debería” —ser fuerte, cuidar sin límites, sostener aunque duela, amar siempre de la misma manera— se transforma en un sufrimiento invisible.

La vergüenza que ambas sienten no aparece por casualidad: es un mecanismo aprendido. Nos enseñan desde pequeños a “no molestar”, a “no ser egoístas”, a “aguantar” antes que incomodar. Y cuando llega el momento de poner palabras al dolor, la voz se quiebra porque choca contra años de silencios normalizados. Pero es justo en ese temblor donde podemos empezar a sanar, poniendo nombre a lo innombrable.

La compasión hacia sí mismas, que apenas comienzan a explorar, no es un acto de indulgencia ni de debilidad. En psicología, la autocompasión implica reconocer que el sufrimiento forma parte de la experiencia humana y que merecemos tratarnos con la misma ternura que le daríamos a alguien querido en su lugar. Muchas veces, cuando logramos hablarnos con amabilidad en vez de con reproche, algo cambia: no desaparece el dolor, pero deja de devorarnos.

Ambas están descubriendo que no se trata de “hacer lo correcto” según los demás, sino de escuchar lo que realmente necesitan en lo más profundo. Y esa escucha, en terapia, se convierte en un acto de resistencia frente a la culpa y frente a las expectativas que las ahogaban. El proceso terapéutico no es una promesa de finales felices ni de decisiones fáciles. Es más bien un espacio para aprender a sostener las contradicciones sin que destruyan por dentro. Para aceptar que es posible querer y no poder seguir, acompañar y desear distancia, llorar por lo perdido y a la vez sentir alivio por lo que ya no se sostiene…

… Porque sanar no es borrar la herida, sino aprender a mirarla sin que nos devore.

Jorge Juan García Insua

Publicado por Jorge Juan García Insua

Nací y me siento especialmente unido a Badalona y a su mar, tal vez por el origen gallego materno. Soy el mediano de tres hermanos y tuve en mi padre el mejor modelo de vivir según tus valores, el valor de las cosas y el sentido de sacrificarte por aquello que realmente es importante. Amante del deporte, inquieto, intenso, apasionado, observador, con vocación de servicio, con fuerte conciencia social, receptivo, emotivo y me llena ayudar a los demás de forma desinteresada. Mi vida ha estado marcada por dos experiencias médicas... Un déficit de una proteína relacionada con la coagulación y tres trombosis cuando aún no había llegado a mi mayoría de edad me obligaron a afrontar e intentar superar situaciones poco habituales para un todavía adolescente, así como aceptar aspectos que me acompañaran el resto de mi vida. Ya superados los 30 me detectaron una Hepatitis C crónica grave que me hizo replantearme mi vida y lo que realmente era importante, cinco años de desgaste físico y emocional donde recorrí un camino de miedos y frustraciones acompañado de tratamientos y efectos secundarios. Superado todo quise devolver una pequeña parte de lo mucho que había recibido a los demás, y encontré la forma en aquello que me apasiona... las personas. Psicólogo de formación por la Universitat de Barcelona, Máster en Dirección de Recursos Humanos por Les Heures (UB), Técnico Superior de PRL, Máster en Liderazgo, Inteligencia Emocional y Coaching por EAE Business School, Coach certificado por ICF y actualmente realizando un Máster en Psicología Clínica y de la Salut mientras realizo estudios superiores como padre de mellizos, que son mi principal fuente de aprendizaje. Mi experiencia vital y mi pasión por la personas y por acompañarlas en la superación de situaciones, problemas y dificultades me ha llevado a estar siempre ligado a la psicoterapia, al voluntariado y a la consultoría organizacional en empresas de todo tipo con especial interés al desarrollo de personas. Actualmente atiendo como Psicólogo y Coach en Consulta Privada en Badalona (y On Line para cualquier punto del planeta), al tiempo que trabajo como Director Técnico para Residencias y Psicólogo para la Fundació Nen Déu. Mi propósito es acompañar desde mi formación y experiencia de más de 20 años en Psicología y Coaching a personas a enfrentar y solucionar sus problemas, a descubrir y trabajar esas limitaciones que impiden seguir el camino que consideran adecuado y alcanzar los objetivos personales y profesionales que se propongan. Especialmente a aquellas que como yo luchan con enfermedades o con sus efectos y secuelas, así como asesorar y acompañar a familiares y su entorno en la gestión de emociones, sentimientos y miedos. Si quieres saber más de mi... sólo has de leerme o visitar mi perfil en Instagran, Facebook o LinkedIn. Bienvenid@s a mi camino. Jorge

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