Capítulo 2 (o no)

Hay personas que solo pasan una vez en la vida.

Qué pasa si llegas a una edad donde te das cuenta que a has dejado pasar a todas las que ir nada del mundo deberías haber dejado ir?

Esas que ninguna vida, ni esta ni futuras, te devolverá?

Es un asco. Uno enorme.

Lo peor no es la ausencia en sí, sino haberla permitido y hasta provocado. Esa ausencia que te va haciendo daño día a día en forma de calle, de canción, de esquina, de un girar la cabeza por si la ves venir en la distancia. Una ausencia que te hace sentir pequeño, terriblemente pequeño.

Empiezas a cronometrar tus errores: las veces que elegiste seguridad, las veces que prefiriste la comodidad de no moverte, las palabras que no dijiste por miedo a romper una rutina que creías eterna. Y entonces entiendes que el tiempo no perdona indecisiones: las transforma en condenas. Pesadas, increíblemente pesadas. Y buscas una máquina del tiempo pero no existe, buscas una redención automática, pero nunca podrías pagarla… y te quedas a solas y solo con esa sensación pegajosa y asquerosa de haber entregado oportunidades a la basura, una a una, creyendo que habría más y que la basura nunca se llenaría.

Hay días en que el asco se transforma en frialdad. Te vuelves juez y verdugo al mismo tiempo. Eres como ese profesor cabreado con el mundo y la vida que repasa respuestas en un examen, las disecciona, busca la mínima excusa que justifique un comentario prepotente. No la encuentra y le duele. Y eso duele más que admitir la negligencia de no saber con qué pie levantarse cada mañana, mirarse al espejo y no encontrar al aliado que una vez prometió ser.

Pero también hay algo brutalmente honesto en ese dolor: te obliga a ver lo que perdiste y, por primera vez, a no querer repetirlo. No borra las pérdidas, no las devuelve, pero te vuelve más despierto. Aprendes el nombre del arrepentimiento y, si tienes suerte o ganas, lo usas como brújula. No para recuperar lo que ya no vuelve —que no— sino para no dejar escapar lo que quede por venir.

Pero viene y aunque te acuerdas y tienes presente como gritabas la última vez que la dejaste ir, te atormentas con el por qué lo hiciste… repites en estupidez. Matrícula de honor. 

Y todo eso está bien, aunque duela. Y te lo repites para ver si así te convences. Porque si algo enseña el asco enorme es dónde no quieres terminar: en la costra de un pasado consumido por la pasividad. Entonces respiras, te miras con crudeza, y decides -por fin y ya era hora- que las próximas personas que aparezcan no serán puertas que dejas abiertas a la indiferencia.

Como si eso fuera fácil. Porque no es fácil. Nunca lo es. Sabes que la vida no regala redenciones limpias, te cambia el escenario y los personajes pero las cicatrices viajan contigo. Y cada vez que alguien aparece, la sombra de lo que perdiste se sienta entre los dos. Como un espectador silencioso que te recuerda que no eres de fiar ni contigo mismo.

Eso jode, cómo jode.

Y lo más jodido la confianza. No en el otro que ya está perdida, en ti. Porque ¿cómo confiar en alguien que ya dejó escapar lo que más importaba? ¿Cómo no pensar que volverás a repetir la jugada, que el miedo te paralizará otra vez? Te preguntas, te cuestionas, dudas antes de dar un paso… y mientras dudas, la vida sigue corriendo. Y otra vez dejas pasar.

Y aun así buscas un psicólogo… porque alguien te lo ha dicho o porque te resistes a ir en mundo mojado en esa autocrítica feroz. Le pides no sé, una chispa. Quizás pequeña, casi escondida, pero ahí. Porque si todavía duele, es que todavía importa te dice. Si todavía puedes mirarte y no soportar el reflejo, es que aún quieres cambiar. Lo contrario sería peor: la indiferencia, la apatía absoluta, la tumba en vida.

Ya puede ser bueno que no te quitará (o sí) el miedo, la torpeza, la vergüenza tatuada en el pecho. No como héroe que aprendió todas las lecciones, porque no hay nada de valor después de tanto sin sentido. Te tiemblan las manos, la voz se quiebra y tropiezas en tus propias inseguridades. Desde el suelo decides quedarte, no te quedan fuerzas para volver a huir.

Quieres resetearte, lobotizarte para conseguir el único consuelo posible: borrar el pasado. Y te vuelves engañar, si lo borro no cometeré errores, no dejaré ir más…

Y lo peor es que ni siquiera se trata de nostalgia. No es extrañar. Es otra cosa. Es una herida que no cierra, una costra que arrancas con las uñas a sabiendas de que va a sangrar y aun así lo haces, porque prefieres el dolor al olvido.

Te conviertes un cuerpo vacío que camina en automático. Te vistes, comes, trabajas, pero sientes como si alguien hubiera cortado un trozo de ti y lo piensas: “la dejé ir”. Lo repites como un mantra sucio. La dejé ir. Como si esas tres palabras pudieran contener lo irreversible. Lo jodido es que sí la dejaste no fue un accidente sino una renuncia lenta, cobarde, que se parece demasiado a un suicidio a plazos. Ni para eso sirves.

Entonces viene la rabia. Inmensa. Inmensa. Te golpea en mitad de la noche, te despierta empapado, con las manos apretando las sábanas como si fueran su cuello, o el tuyo, da igual. Porque la rabia ya no distingue. Odias haber sido tú. Odias haber elegido el miedo, el cálculo, el silencio. Odias que tu historia se parezca tanto a… ti.

Y en el fondo sabes que no hay reparación. No hay vuelta. Ni siquiera hay una condena clara: nadie te juzga más que tú. Eres juez, verdugo y cadáver, todo en la misma piel. A joderse. Y esa piel se te queda estrecha, como si fueras a estallar en cualquier momento, como si el aire mismo se negara a entrar porque no lo mereces.

Duele.

La gente habla de aprender, de seguir, de crecer. Tú solo quieres arrancarte la lengua por todas las veces que dijiste que lo harías. Iluso, qué iluso. Tú solo quieres que el espejo se rompa solo con tu presencia, para no tener que soportar esa cara de imbécil que dejó pasar lo único que importaba.

Y lo piensas de nuevo: “la dejé ir”. Y esta vez no lo dices con resignación, sino con un odio que supura. Porque ese “dejé” no es un error gramatical, no es algo que escribes como un mantra, es una sentencia firme y cruel: no se fue. Fuiste tú.

Y ahí me quedo, ahí estoy.en esa certeza, no hay redención. Culpable y vivo. No quieres consuelo, quieres que algo pague, y la única mano que siempre está a mano eres tú. Te golpeas con la memoria como quien se da palizas para ver si así, por fin, la sangre borra el nombre que no supiste retener.


Te explota la rabia contra ti. Te masturbas de culpa, te recreas en la imagen de sus caras alejándose, y cada imagen es una lámina que pasas por el filo hasta que sientes la herida.el calor del error quemando. No hay saciedad, solo una reiteración de escenas como una película de tortura: tú gesticulando cobarde, ella al borde de quedarse, tú cerrando la puerta con la delicadeza de quien remata una faena.

Puede que grites hasta quedarte afónico. Puede que escupas en las fotos, que rompas cartas, que quemes recuerdos. Pero el fuego no purifica: solo cocina la culpa hasta que huele a quemado y ya ni siquiera reconoces el aroma de lo que fuiste. Ay el fuego! Todo lo que queda es un muñeco chamuscado que se mueve por inercia, buscando la próxima persona que, sin saberlo, complete la demoledora ecuación de tus arrepentimientos.

Soy muy duro? Duro es cuando te miras al espejo, no te reconoces. No buscas reparación: buscas destrucción porque sientes que destruirte es la única forma de honrar lo que perdiste.“Vengo porque ya no puedo soportar la idea de que la vida siga siendo amable con quien fue tan cobarde” le dices al psicólogo. No quieres uno amable, lo quieres feroz e incisivo pero no te entra al trapo. Te hace de espejo y le gritas, deseas… 

Él me mira, sereno, como si el tiempo de sesión no pasara. No te responde con frases hechas  y sólo necesita una, una para desarmarme.

“Hazte cargo”.

Jorge Juan García Insua

Publicado por Jorge Juan García Insua

Nací y me siento especialmente unido a Badalona y a su mar, tal vez por el origen gallego materno. Soy el mediano de tres hermanos y tuve en mi padre el mejor modelo de vivir según tus valores, el valor de las cosas y el sentido de sacrificarte por aquello que realmente es importante. Amante del deporte, inquieto, intenso, apasionado, observador, con vocación de servicio, con fuerte conciencia social, receptivo, emotivo y me llena ayudar a los demás de forma desinteresada. Mi vida ha estado marcada por dos experiencias médicas... Un déficit de una proteína relacionada con la coagulación y tres trombosis cuando aún no había llegado a mi mayoría de edad me obligaron a afrontar e intentar superar situaciones poco habituales para un todavía adolescente, así como aceptar aspectos que me acompañaran el resto de mi vida. Ya superados los 30 me detectaron una Hepatitis C crónica grave que me hizo replantearme mi vida y lo que realmente era importante, cinco años de desgaste físico y emocional donde recorrí un camino de miedos y frustraciones acompañado de tratamientos y efectos secundarios. Superado todo quise devolver una pequeña parte de lo mucho que había recibido a los demás, y encontré la forma en aquello que me apasiona... las personas. Psicólogo de formación por la Universitat de Barcelona, Máster en Dirección de Recursos Humanos por Les Heures (UB), Técnico Superior de PRL, Máster en Liderazgo, Inteligencia Emocional y Coaching por EAE Business School, Coach certificado por ICF y actualmente realizando un Máster en Psicología Clínica y de la Salut mientras realizo estudios superiores como padre de mellizos, que son mi principal fuente de aprendizaje. Mi experiencia vital y mi pasión por la personas y por acompañarlas en la superación de situaciones, problemas y dificultades me ha llevado a estar siempre ligado a la psicoterapia, al voluntariado y a la consultoría organizacional en empresas de todo tipo con especial interés al desarrollo de personas. Actualmente atiendo como Psicólogo y Coach en Consulta Privada en Badalona (y On Line para cualquier punto del planeta), al tiempo que trabajo como Director Técnico para Residencias y Psicólogo para la Fundació Nen Déu. Mi propósito es acompañar desde mi formación y experiencia de más de 20 años en Psicología y Coaching a personas a enfrentar y solucionar sus problemas, a descubrir y trabajar esas limitaciones que impiden seguir el camino que consideran adecuado y alcanzar los objetivos personales y profesionales que se propongan. Especialmente a aquellas que como yo luchan con enfermedades o con sus efectos y secuelas, así como asesorar y acompañar a familiares y su entorno en la gestión de emociones, sentimientos y miedos. Si quieres saber más de mi... sólo has de leerme o visitar mi perfil en Instagran, Facebook o LinkedIn. Bienvenid@s a mi camino. Jorge

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