– … pero no creas, yo me he trabajado mucho y me conozco mucho.
En un máster reciente nos volvían a advertir de esta frase cuando llega a las primeras de cambio de una sesión. La primera vez que la escuché fue de boca de un locuaz profesor de Antropología en mis primeros de facultad.
Todo posiblemente hayamos escuchado de alguien cercano o conocido esta frase. Conocerse es un proceso difícil, implica ir quitando capas de la cebolla que somos y poco a poco llegar a una parte interna, casi desconocida que nos hace de espejo y que es difícil de interpretar.
Las veces que alguien me la ha pronunciado, profesional o personalmente, me he visto dando la razón a aquel carismático profesor hace ya más de 25 años o al de hace poco más de uno.
Mi experiencia en sesión me ha enseñado que cuando alguien afirma con tanta seguridad que “ya se conoce”, suele estar hablando desde lo que cree de sí mismo, no desde lo que realmente ha explorado. Ahí aparece una especie de versión aprendida, repetida y hasta defendida, que cumple una función, pero no siempre coincide con lo que uno siente, evita o desconoce de sí.
En terapia, esa frase funciona casi como una señal. No de soberbia necesariamente, sino de protección. Muchas veces quien la pronuncia no está mintiendo, simplemente no sabe todavía que hay zonas enteras de su mundo interno que siguen ocultas, silenciadas o disfrazadas de certezas. A veces sencillamente es que prefiere quedarse en las primeras capas de esa cebolla que somos, esa donde nos sentimos seguros y podemos dominar y mostrarnos a los demás.
Autoconocerse no va de tener un discurso sobre uno mismo, sino de atravesar incomodidades, contradicciones, heridas, reacciones automáticas, deseos difíciles de nombrar y creencias heredadas. Va de descubrir lo que uno hace para sentirse seguro, aceptado o valioso, aunque ni siquiera lo note. Y eso no se logra solo pensando sino que aparece cuando algo nos confronta, cuando una relación nos incomoda, cuando alguien nos refleja algo que no esperábamos ver.
El verdadero autoconocimiento empieza cuando dejamos de afirmar quiénes somos y comenzamos a observarnos con curiosidad, sin miedo y sin prisa por tener razón ni la verdad de nada. Ahí, en ese espacio nuevo, es donde el trabajo terapéutico se vuelve valioso: no porque revela algo mágico, sino porque nos permite mirarnos sin las capas que nos hemos ido poniendo para sobrevivir, para agradar o simplemente para no pensar demasiado.
Este sábado mientras miraba y cantaba susurrando cada una de sus canciones a Joaquín Sabina sobre el escenario conecté yo mismo con esta frase. La vulnerabilidad, fragilidad y desnudez que transmitía al tiempo que compartía la grandeza de su creatividad y arte me hizo verle sin capas, esta vez no veía al artista Don Juan y granuja sino a la persona que consciente de su legado bajaba a la tierra para emocionarse a cada segundo y emocionar a quienes allí estábamos.

A través de sus canciones pasé por muchas de mis capas y fui consciente de algunas que me quedan por descubrir, incluso las veces que creo recordar haber dicho esa misma frase, que también y que hoy sé que sería difícil que volviera a pronunciar.
Salí del concierto con una sensación extraña, como si me hubieran movido muebles internos sin pedir permiso. No era solo nostalgia ni pura admiración: era esa punzada sutil que te recuerda que aún hay habitaciones cerradas dentro de uno mismo.
Hoy viendo vídeos y momentos del concierto en redes sociales me descubro pensando en cuánta energía invertimos en sostener versiones antiguas, aunque ya no nos representen. Versiones cómodas, que sabemos explicar, que nos sirven de abrigo. Y qué vértigo da imaginar que, tal vez, debajo no tengamos tan claro quiénes somos sin todo eso. Da vértigo imaginar que todos tenemos algo de “Lo niegan todo”
Porque en el fondo, decir “yo ya me conozco” tiene algo de conjuro. Una frase que uno lanza para que no le tiemble el suelo. Como si admitir lo contrario nos dejara desnudos frente a nuestra historia, nuestros miedos, los afectos que evitamos y los dolores que archivamos como si dejaran de existir por no nombrarlos. Y no, no desaparecen. Solo se esconden, y a veces salen disfrazados de certezas.
Conecto con todas esas personas que se han sentado frente a mí y me han hablado desde ese personaje que creía tenerlo claro. Cuántas veces dije yo mismo habré pronunciado “yo soy así” sin darme cuenta de que era más una defensa que una verdad. Y también cuántas otras me rompí por dentro cuando alguien —sin querer— rozó una de esas capas que yo ni recordaba que estaban ahí. Sorprende cómo una canción (en el caso de Sabina… una tras otra) pueden actuar como ese dedo que roza, sin aviso, una zona sensible.
Con los años he dejado de mirar esa frase con juicio. Ahora la escucho como quien oye un “ten cuidado, que me da miedo”. Y lo entiendo porque también me lo da a mi. Conocerse de verdad implica desordenarse, abrir puertas que quizá llevan décadas cerradas, reencontrarse con partes propias que dan pudor, rabia o ternura.
Implica aceptar que no lo controlamos todo ni falta que hace. Que hay recuerdos que no se nombran, pero empujan. Que hay deseos que se callan, pero gobiernan. Que hay dolores viejos que siguen respirando bajo otra forma. Todo eso pasó por mi mente cantando juntos Sabina.
Y qué alivio cuando siento que a estas alturas puedo decir —aunque sea bajito— “no tengo ni idea de todo lo que soy”. Porque ahí me siento más honesto, ahí no tengo tanto que demostrar ni genero expectativas. Ahí uno se permite ser, no solo explicarse. Tal vez por eso, la última noche con Sabina sentí que no estaba solo mirando a un músico, sino a alguien que ya no pelea con lo que muestra ni con lo que calla. Y eso, sin pretenderlo, me bajó otras capas a mí.
Este es uno de los pequeños grandes regalos de esta profesión y de mi viaje personal: porque cuando alguien baja una capa, aunque sea un milímetro, me recuerda que todos estamos hechos de lo mismo. Que nadie se conoce del todo, pero todos merecemos la oportunidad de intentarlo sin ser juzgados. Y que en ese acto )el de atrevernos a mirar hacia dentro aunque tiemble un poco) hay una forma de dignidad, de belleza y de libertad que no se aprende en ningún libro.
Si algo me dejó Sabina esa noche, más allá de las canciones, fue la certeza de que vivir con las capas algo más flojas no es una amenaza, sino una forma de verdad. Una que no presume, que no necesita gritarse, pero que se siente como un hogar. A lo mejor conocerse no es llegar a un final, sino aceptar con cariño (y mucha paciencia) que estamos siempre en construcción. Y que, mientras tanto, cantar también puede ser una forma de recordar quiénes fuimos, quiénes somos y quiénes aún podríamos permitirnos ser.
No sé si algún día podremos decir que nos conocemos del todo. Sospecho que no. Pero quizá la vida vaya de animarse a mirar cada vez un poco más adentro, sin disfraz y sin urgencia. Y cuando alguien me diga otra vez “yo ya me conozco”, en lugar de corregirle y desde el respeto, tal vez solo le pregunte: “¿y cómo lo sabes?”.
Ahí, a menudo, empieza la sesión de verdad. No porque quien me la diga la esté equivocado, sino porque todavía no imagina cuánto queda por descubrir.
Gracias Joaquin por regalarme una última noche, quitándote el sombrero y dejando que se vean las costuras, por recordarme que autoconocerse nunca es una meta sino un escenario en el que uno aprende a desafinar con dignidad, a contarse sin máscara y a aceptar que siempre queda una estrofa por escribir.
Gracias Sabina por tanto… nadie sabe hasta hoy que eres uno de los grandes “culpables” de este blog y todos los intentos de escribir que a veces escondo (y niego) y otras publico y comparto. Pero esa es letra de otra canción…

Jorge Juan García Insua
* “Lo niego todo” es una canción de Joaquín Sabina publicada en el año 2017.