
Soy de los que piensan que la inocencia es una virtud que deberíamos congelar para que no se pierda con los años… Y desde que soy padre no hago sino convencerme más y más a diario de ese pensamiento.
Esta historia comienza cuando despues de cenar mi pequeño P se me arrumacó en el sofá, se pegó a mi cuerpo mientras me rodeaba fuerte con sus brazos y como suelo hacer le empecé a acariciar lentamente la nuca, sintiendo su pelo entre mis dedos… algo que a menudo les hago cuando les doy las buenas noches y que nos relaja a los dos.. a los tres… En ese momento que estoy con los ojos cerrados, conectados por el abrazo y las caricias me dijo “¿sabes lo peor que tiene el cole papá?… que te echo mucho de más”.
Y dejó de ser un abrazo… más…
P tiene el don de la emoción. Desde su infinita inocencia su mirada todavía insegura conecta conmigo y me desarma para recordarme que siempre es buen momento para expresar lo que sentimos tal cual lo sentimos. Más allá de las palabras la expresión de las emociones es algo que se aprende ya en la infancia y él lo hace con una especial naturalidad.
Cuando lo hace me enseña que cuando no sabemos cómo decirlo siempre es mejor inventarnos las palabras o llenarlas de nuevos significados que dejar de hacerlo por temor o miedo… porque cuando no lo decimos, cuando se queda dentro se pierde y perdemos una maravillosa oportunidad de emocionar y emocionarnos, de conectar con los demás y de conectarnos con nosotros mismos.
Como todos los niños, P y J no tienen experiencias pasadas, no se reprimen, no hay prejuicios ni lastres ni cicatrices y cuando lo expresan lo hacen con sentimiento infinito. Tenemos la obligación de no cortarles las alas, de no contaminar su imaginación y creatividad y de intentar absorber de ellos todo lo que tienen para enseñarnos, que es muchísimo. Expresarnos con la emoción que lo hacen ellos sólo puede hacernos crecer más allá de lo que un adulto cree poder llegar a hacerlo jamás.
Todos los días convivimos con emociones y a pesar de ello algunas nos son grandes desconocidas. Se nos dan en situaciones complicadas que provocan que pensemos que debemos ocultarlas y no mostrar esos sentimientos a nuestros hijos (y a nosotros mismos), pensando que lo contrario nos mostraría rotos y débiles ante ellos o que tal vez no sepan entenderlas o gestionarlas, y en muchas de esas ocasiones, no estamos sino proyectando en ellos nuestras propias carencias y miedos.
Haciéndolo y negando nuestro natural derecho a sentir reforzamos nuestra armadura y nuestro temor a expresar emociones y aprender que tienen que decirnos y enseñarnos de nosotros mismos … y así perdemos una maravillosa oportunidad de mostrarnos como somos.
Hace unas semanas leí un libro precioso sobre el autismo infantil, lleno de historias estremecedoras de niños y miradas, «El niño al que se le olvidó cómo mirar» -de J. Martos y M. Llorente- y que por encima del trastorno nos enseña que hay muchas formas de ver, ser y enfrentar el mundo cuando es un niño quien lo mira. P con su mirada de ojos grandes y sus palabras a corazón abierto me ha hecho ver y entender muchas cosas de aquella lectura.

Justo en el momento de mi vida donde más soy capaz de conectar con mis emociones, abrazarlas y compartirlas, de expresar lo que siento y mostrarme tan vulnerable como siempre he sido pero no siempre mostraba pienso que ojalá el adulto que soy nunca avergüence al niño que una vez fui y que cuando en mi camino aparezcan piedras, mi musa y lo que en mi quede de la mirada de niño me recuerden que nada es imposible.
Y si no lo creo… que estén ellos para convencerme de lo contrario…. mientras me regalan un largo, largo, largo e intenso abrazo.
Jorge Juan García Insua
Escribes de una forma muy bonita y tan llena de matices y lecturas que leerte es un regalo lleno de sentimientos.
Gracias por publicarlo y compartir una parte de ti con todos.
Beatriz L.
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Horas he estado leyéndote y ha sido un placer descubrir tu blog. Absolutamente recomendable!
Gracias por todo lo que compartes y por la forma en la que lo escribes!
MM
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