
Estos días me han dicho muchas veces eso de “que grandes están”. Yo mismo ayer por la noche viendo fotos de esa misma tarde me quedaba absorto intentando negar lo evidente.
Hace meses que dejaron de ser esos niños aunque siguen buscando mi mano y me llenan a lametones ya no puedo llevarlos sobre mis hombros o en mis brazos cuando se quedan dormidos.
Ahora sus pasos suenan más seguros y a pesar de las dudas miran a sitios que no siempre dependen de mí, como si una parte de ellos se me hubiera escapado.
Me siento feliz y huérfano a la vez. Huérfano porque aunque sabía que esto llegaría no quise ni estaba preparado para escuchar los avisos, no ha habido un último día de niñez absoluta ni una fiesta de despedida o de funeral para el padre que una vez fui.
Intento grabar cada escena por si es la última vez que ato sus zapatos, me piden jugar a fútbol, me piden ese besito antes de dormir… y los guardo en un lugar muy secreto, uno que solo yo sé de su existencia y que no hay llaves.

Es difícil de explicar. Sé que estoy viviendo el duelo del final de su niñez y no acabo de encontrarme en ninguna de las fases que tantas veces explico en consulta. Qué pensarán ahora esos pacientes de mí si algún día leen estas líneas?
Sé que vendrán otros “última vez”, que vienen cosas bonitas y que muchas se disfrazarán de rutina, pero me jode porque yo no quiero perder estos. No quiero vivir atrapado en la nostalgia, pero tampoco quiero pasar de largo por estos días como si fueran eternos cuando su punto finito lo tengo tan a tocar. Qué contradictorio verdad?
Me descubro mirándolos y grabando cada gesto. A ratos soy el más bobo de los padres intentando memorizar cada segundo como quien intenta retener el agua de un río apretando muy fuerte los dedos. Tan bobo que ellos avanzan y yo me empeño en quedarme un poco atrás, como quien acompaña una cometa sabiendo que, para que vuele alto, hay que soltar el hilo poco a poco y confiar en el viento.
Mirando a mi madre me pregunto si, cuando yo era niño, mis padres sintieron este mismo vértigo. Si también se quedaban un momento más en la puerta, viéndome jugar o con alguna de mis trastadas, intentando raptar un gesto mío que nunca más se repetiría igual. Quizá entonces yo tampoco lo notaba, igual que ellos ahora no ven que los miro como quien lee su libro favorito sabiendo que un día llegará la última página.
He entendido que ser padre también es celebrar lo que duele. En este soltar despacito hay una belleza extraña, como ver cómo florece un árbol sabiendo que no siempre dará sombra en el mismo sitio. Y aunque mi instinto quiera retenerlos, mi amor sabe que la única manera de cuidarlos es dejarlos ir un poco cada día. Hacerlo y hacerlo desde el infinito amor que les proceso me hace un poquito mejor. Al menos me intento convencer de ello.
Todas las noches antes de dormir, incluso las que no pasan conmigo, paso por sus habitaciones y me quedo ahí unos segundos. No digo nada, solo vivo ese instante. Quizá un día ellos lean esto y sonrían, sin entender del todo, como yo tampoco entendí a mis padres hasta que me tocó este papel. Y ojalá, cuando les llegue el momento de soltar, recuerden que duele… pero también que es un privilegio inmenso. Quizá un día lo lean y sientan todo lo que son y siento por ellos.
Estos días he aprendido que criar también es un acto de desaparición lenta, cada día soy un poco menos el centro y un poco más una especie de raíz invisible que sostiene sin pedir ser vista. Esa nueva posición que ocupo en su mundo me alegra y me duele. Me alegra porque así debe ser, porque crecer es la prueba más hermosa de viven y yo con ellos, de que están aprendiendo a sostenerse solos.
Me duele porque cada centímetro que ganan es un centímetro menos que caben en mis brazos y un reto de adaptación para mi. Aunque ellos se empeñan en decirme que no, que no dejarán de abrazarme, que no dejarán de pedirme besitos o de que duerma con ellos.
Tal vez sea así, ojalá sea así pero me siento de luto y asumo otro aprendizaje forzado, ese que dice que criar también es un acto de desaparición lenta, cada día soy un poco menos el centro, cada día soy un poco menos en mi papel de padre y un poco más una especie de raíz invisible que sostiene sin pedir ser vista.

Y me alegra y me duele. Una vez más. Me alegra porque crecer es la prueba más hermosa de viven y yo con ellos, de que están aprendiendo a sostenerse solos. Pero me duele -mucho- porque me siento de luto y en medio de un duelo, algo así como llorar vestido de negro en medio de una fiesta.
Me sorprendo a estas alturas y horas de profesión intentando gestionarme y aprender a estar, sin invadir. A acompañar, sin dirigir. Voy entendiendo que ser papá es un oficio extraño donde el consuelo viene de verlos todavía durmiendo abrazados a Monito y Pingu, esos mismos peluches que se han vuelto incansables viajeros y son testigos de muchos momentos compartidos. Nunca imaginé que aquellos dos peluches abandonados en una tienda y que mi madre me ayudó a coser serían tan significativos en su camino y en el mío.
Así que no sé si se llama duelo, orgullo, amor o las tres cosas juntas. Lo que sí sé es que cada abrazo, cada “papá ven”, cada beso ahora tiene un peso distinto. Como si fueran pequeñas piezas de un tesoro que sé que no podré acumular para siempre.
Ahora soy algo así para ellos como el “guardián de las historias familiares”, las anécdotas y las tradiciones que dan identidad a nuestra familia. A medida que crezcan serán estas historias las que les den sentido de pertenencia y un punto de anclaje, recordándoles de donde vienen para que desde esos pilares sean quienes quieran ser en un mundo que a mí se me hace difícil de imaginar.
Una lección más de esto de ser padre y que me toca aprender: aceptar que no puedo guardarlo todo, pero sí vivirlo todo. Que mi misión no es evitar que se me escapen, sino acompañar la forma en que se alejan.
Demasiadas lecciones para un alumno que hoy no quiere aprender. Mientras lo hago (o no) me quedo con seguir abrazándolos tan fuerte como mis brazos me permitan…por si mañana ya no quieren… o por si mañana todavía sí.

Jorge Juan García Insua