Hoy en los primeros compases de una muy tempranera sesión ella me ha dicho…
– … y pensaba ojalá que fuera él, ojalá que fuera él… Tenía tantas ganas que fuera él… lo quería tanto que fuera él…
– Supiste si él quería ser Él? Se lo llegaste a preguntar alguna vez?
Se ha quedado mirándome en silencio, negando con la cabeza mientras se emocionaba.
– No, nunca se lo pregunté -su voz se quebró un poco-. Tenía miedo de la respuesta, ¿sabes? Supongo que es cierto eso que dicen que a veces es más fácil vivir con la ilusión que con la certeza.
– Qué crees que habría pasado si se lo hubieras preguntado?
Se encoge de hombros, juega con el borde del pañuelo entre los dedos, respira hondo…
– Supongo que… habría perdido la esperanza antes. Pero también… tal vez habría dejado de esperarlo tanto. Pero eso, dejar de esperarlo también me daba miedo Jorge. Me daba miedo no saber quién soy sin esa espera.
Guardo silencio, doy espacio. Se emociona de nuevo.
– A veces -le digo- no preguntar es otra forma de quedarse quieto, de sostener algo que ya duele pero que al menos conocemos. No preguntar también es hacer, también es decidir y pudo ser en algún momento una decisión emocionalmente “buena” para ti
Ella asiente, con lágrimas.
– Sí… supongo que preferí el dolor conocido al… vacío.
– Y hoy, ¿qué prefieres?
No responde enseguida. Qué responderías tú en su lugar?
No respondió de inmediato. A veces, el silencio dice más que cualquier palabra. En su mirada había una mezcla de tristeza y comprensión, como si por primera vez se diera cuenta de que el dolor que cargaba no venía solo de haber perdido a alguien, sino de haberse perdido a sí misma en la espera.
En terapia, muchas veces llegamos a ese punto, un lugar donde el amor se confunde con la costumbre de esperar. Donde el vínculo se sostiene más por miedo a soltar que por deseo real de permanecer. Es un miedo profundo, casi infantil si lo piensas detenidamente, a quedarnos solos con nosotros mismos. Pero también es la posibilidad de reconocernos más allá de lo que el otro hizo o no hizo.
El “vacío” que tanto tememos no siempre es un enemigo; a veces es el espacio que la vida nos ofrece para empezar de nuevo. Dejar de esperar al otro no significa renunciar al amor, sino aprender a esperarnos a nosotros. A ocupar ese lugar que tantas veces le dimos a alguien más. Dejar de mirar afuera en busca de respuestas e intentar escuchar lo que nuestra propia voz lleva tiempo intentando decir.
Desde la psicología y la terapia, entendemos que la esperanza no resuelta, esa que se aferra a un “quizá algún día”, puede convertirse en una forma de autoabandono. Nos quedamos detenidos en un tiempo emocional que ya pasó, repitiendo gestos y pensamientos que alguna vez tuvieron sentido, pero que hoy solo nos mantienen lejos de la vida real.
Sin embargo, cuando nos atrevemos a ver la verdad sin adornos, algo dentro empieza a moverse. La tristeza se vuelve menos pesada y el peso de la ausencia nos empieza a parecer más llevadero.
En ese momento le planteé que tal vez no se trata de elegir entre el dolor conocido o el vacío, sino de aprender a habitar el vacío sin miedo. Porque ese espacio -aunque es lógico y natural que al principio asuste- también puede llenarse de uno mismo, de nuevas formas de amar, de nuevas versiones de lo que somos cuando ya no necesitamos ser elegidos para sentirnos suficientes.
Pienso, como piensa cuando ella asiente, asimila en silencio y verbaliza, que en el fondo todos pasamos por esa travesía: aprender a amar sin perdernos, a soltar sin desaparecer, a quedarnos sin que duela tanto. Tal vez ese sea el verdadero acto de madurez emocional: dejar de esperar que el otro sea “él”, y empezar a ser nosotros.
Le pregunto en voz baja: ¿Y hoy, qué prefieres?

Ella se queda callada unos segundos.
-No lo sé . Creo que durante mucho tiempo solo supe esperar… y ahora no sé qué hacer si ya no espero…
… pero también me doy cuenta de algo Jorge. Que mientras esperaba a que él me eligiera, yo no me elegía a mí. Tal vez porque no sé bien cómo hacerlo o tengo miedo a no saber hacer bien.
Como sucede muchas veces en la vida el comienzo no esté en tener todas las respuestas, sino en aceptar con ternura ese “no sé” que aparece cuando el deseo de ser elegidos se afloja.
A veces elegirse empieza en lo pequeño: en escucharse sin juicio, en permitirse el duelo por lo que no fue, en reconocer el cansancio de sostener una espera que ya no abriga. No se trata de llenarlo todo de inmediato, ni de renunciar a lo que se sintió, sino de darse la oportunidad de habitarse con la misma delicadeza con la que alguna vez se soñó al otro.
Y si el verdadero acto de amor, el más silencioso y el más valiente, sea ese: volver a uno mismo sin pedir permiso, sin miedo y sin prisa.
Jorge Juan García Insua