
Siempre fui una persona solitaria.
Vengo de una familia de solitarios y casi mejor para el resto de la humanidad que haya sido así.
Mi madre me quería y mucho, muchísimo pero lidiaba con demasiadas cosas y con el peso de haber estado con un capullo cabrón maltratador que la marcó para siempre.
Encontró en la soledad auto impuesta una salida o una cárcel, no sé cuánto de una y cuánto de otra.
Igual le estoy echando la culpa y no le toca. La verdad es que si estoy aquí delante tuyo es porque sé que no “todo” le toca pero también sé que así me resulta más fácil seguir y que tú me guardarás el secreto.
Aún no sé por qué vengo, para hablar no o al menos no solo eso. Quiero sentir… se puede sentir sin que haga daño? Joder, porque si se puede yo voy tarde. No quiero huir del mundo ni que el mundo huya de mí porque muchas veces es así como me siento.
Quiero vivirlo, sentirlo, sufrirlo (a ratos), disfrutarlo y exprimirlo. Ojalá supiera exprimirlo! Ojalá me hubieran enseñado a hacerlo pero como todas esas personas que van con miedo, que viven con miedo… no, no. De eso ya he aprendido yo. Quiero hacerlo como todas esas inconscientes que se enamoran y lo hacen de verdad.
Qué tontería pensarás… con todo lo que arrastro. Cómo lo llamaste tú? Ah sí, mochila. Qué hipoputa quien le puso ese nombre. Supongo que suena mejor “mochila” que mierdas. Cómo nos gustan las metáforas y tú además escribes de ellas. Y yo aquí.
Pues mi mochila mal le pese a quien le pese está llena de mierda. Mucha es de ese capullo maltratador, otra es de mi madre, aunque me duele mucho decirlo, porque ella no se lo merecía y a pesar de todo intentó cambiarlo con todas sus fuerzas hasta que se rompió en mil pedazos y se los juntó como buenamente pudo y supo. Pobre y mira que vale y la quiero, la quiero mucho pero alguna mierda mía es suya y llegado aquí no encuentro fuerzas para decírselo, mi mierda, su mierda…
Así que he llevado mi soledad a puntos casi profesionales. Va! Déjame ser romántica… he hecho de mi soledad un arte. Escribí de ella y en el fondo de mí, como tú. Soñaba despierta y me perdía en imágenes e imaginación, ahí me sentía libre, capaz, segura… Me hice tan amiga de mi misma que me convencí de no necesitar a nadie más y a guardar silencio cuando estaba en compañía.
Daba igual quien, silencio y esperar estar conmigo misma. Y escribía, a veces… compulsivamente, me volcaba y vaciaba en aquellas libretas. Solo ellas sabían la realidad de cómo me sentía. Ellas y aquel chico… vueno chico chico… tenía canas…
Vi en él todo lo contrario al hijoputa (se puede decir “hijoputa” verdad?). Yo que había aprendido a cuidarme sola me encontré con alguien que mejor o peor me cuidaba, a su modo, pero bien. No era el caballero blanco de mis sueños infantiles pero a su forma me protegía de lo malo de este mundo y en silencio sufría cuando no era así. No lo puse fácil, demasiado en alerta, siempre en alerta, siempre temiendo repetir patrones.
Me disfrazaba de psicóloga y me psicoanalizaba buscando justificaciones a mis decisiones, a mis actos, a mis pensamientos y me convertí en psicóloga, sí pero mala, horrorosa. Me creía mis mentiras, las disfrazaba para que dolieran menos, las justificaba y hasta buscaba explicaciones científicas que reforzaran mis por qués. Era como esos psicólogos que llegan a la facultad para supuestamente curar sus traumas y solo consiguen propagarlos y encima cobran por ello.
La loca de mi madre me lo dijo pero claro, no la escuché. Era más sencillo y menos doloroso pasar sus palabras por mi estupido filtro pseudo intelectual y devolverle sus palabras envueltas en cuchillos.
Esos días sentía que había mucho más de mi padre en mí de lo que deseaba, me odiaba. Yo, que incluso lo justificaba por las drogas y los litros de alcohol que se metía, yo que de eso más bien entré poco o nada… yo que me decía que eso no era genético resulta que lo llevaba en las venas y no sabía cómo me lo había metido. Mucho menos cómo sacarlo.
Me siento tan cansada que ha veces he querido dimitir. No hablo de suicidio, no… al menos aún no, hablo de dejarme manejar, que otro decida y haga por mí y si es bueno, bien y si no lo es… repetirme que es karma o destino.
Ahora recuerdo cuando mi abuela, que en paz descanse, me decía “alégrate que no haya salido como imaginabas, así la vida te enseña. Tú aprende”. Otra mierda. No una, muchas. Nada ha sido como quería, nada. Sí me equivoqué, mucho pero en todo? Todo es culpa mía? Tan mal hecha estoy? Mi abuela solo consiguió de mí que hiciera cargo de sus plantas. Quizás porque ya vio que no sería capaz de cuidar de mi.

Y si al menos hubiera un antes podría engañarme… fui feliz, ya no pero lo fui y decir eso de “nada será como antes”. Mis antes, no quiero ninguno de mis antes. Salvo él, salvo él. Y eso que también tenía su parte de capullo, pero capullo bueno y sus recuerdos pesan todavía y es el único peso que aún no quiero soltar.
Ya no sé lo que es verdad y verdadero en mi vida. Qué triste no? Quizás por eso estoy aquí, hablando contigo aunque no sé si hablo o simplemente me vacío. Me pregunto si alguna vez he dicho en voz alta todo esto o si siempre lo escondí detrás de sonrisas, ironías o silencios calculados. Tú también eres muy silencioso. Lo noto. He aprendido a sobrevivir, sí, pero a costa de no vivir. Y de repente me pregunto si sobrevivir no es otra forma de morirse poco a poco. Como mi madre…
Me pesa reconocerlo, pero tengo miedo. Miedo de mí misma, de mis decisiones, de repetir la historia. Miedo de querer y no saber hacerlo, de entregarme y descubrir que no tengo nada para dar. Es un miedo que se disfraza de fuerza, de independencia, de soledad elegida… pero cuando cae la máscara, solo queda esa niña que temblaba en la esquina, esperando que alguien dijera que todo estaría bien. Nadie lo dijo entonces, y nadie lo dice ahora.
Quisiera creer que aún hay tiempo, que no estoy tan rota como pienso, que lo que llamo “mochila” no es solo mierda sino también la prueba de que sigo aquí, arrastrando pero avanzando. Ya ha salido la psicóloga bocazas! Quizá sentir sea posible sin que duela tanto, quizá amar no sea siempre una condena, quizá no esté destinada a repetir lo que odio.
A veces pienso que me he acostumbrado demasiado al dolor, como si fuera una segunda piel que no me quito ni cuando duermo. Y es extraño, porque me quejo de él, lo odio, pero al mismo tiempo me aferro. Como si temiera que sin dolor no quedara nada de mí. ¿Y si la única prueba de que existo es este peso que cargo cada día?
No lo sé. Lo único que sé es que estoy cansada de tener miedo. Cansada de todo y cansada de mi. Normal que otros se cansen conmigo. Y si algún día encuentro la forma, aunque sea tarde, juro que voy a sentirlo todo, aunque me rompa de nuevo.
Tal vez romperse no sea el final, sino la única manera de empezar otra vez, rota.
Jorge Juan García Insua