Eran dos personas destinadas a encontrarse, hasta el punto que coincidían esquivándose.
Encontrarse fue revivir el amor adolescente que lo vives y se queda anclado para siempre. Fue un darse de cara con quien siempre habías soñado. Destino. Conexión.
Se miraban y sentían que se conocían desde siempre. Miradas que parecían curar heridas, que prometían no volver a abrirse.
Miradas que son nostalgia, que buscan en el pasado aún cercano, ojos mojados porque el miedo está en las entrañas, días que pasan, que ya no se cuentan, que marchitan… no hay guerra, no hay bandos ni sangre, antes se mataban a… y ahora se dejan morir de poquito a poco.
Dejaron de necesitar escuchar ilusiones y sin saber como las buscaban en canciones, en una voz distinta de rima casi perfecta. Palabras que dejaron de ser exactas, de ser suyas para quedarse en la cola de Spoty, para otro momento, otra vida…

Cuando han olvidado saber cómo decirse y cuesta encontrar calor en su voz. Escuchar es notar el eco rebotando en la habitación esperando chocar contra un abrazo. Cuando cogerse la mano ha dejado de ser refugio, apretarle los dedos es algo mecánico y extraño, ahora triste antes afortunado.
Él siente que sostiene algo que no respira, ella se aferra a recuerdos que duelen porque les quedan grandes. Los silencios cómplices y llenos de pupilas enormes se han vuelto fríos y desconfiados, son espejo de ausencia y rutina.
El amor que todavía existe está noqueado, muerde la lona sin saber si tiene fuerzas para levantarse, para qué si van a volver a darme donde más duele… es una sombra sin cuerpo, un fantasma viejo, canoso y olvidado que sigue en la casa solo porque nadie tuvo el valor de echarlo y nadie lo echará de menos cuando salga sabiendo que nunca volverá.
No se lo dicen pero algunas noches aún se miran dormir y se preguntan cuando dejaron de reconocerse y descubrirse. Sus pestañas siguen siendo las mismas, la sonrisa se ha desdibujado y los labios han dejado de inhalar ternura.
Y lloran, cuando se miran a oscuras lloran y tampoco se lo dicen… para no despertarse se engañan. Y lo peor es que se sienten culpables de no sentirse, de haberse convertido en ese niño que se esconde todavía detrás de mi, de no estremecerse, de no saber cambiarlo y no quererse, de haberse convertido en testigo de una distancia que no deja de aumentar. Demasiada sangre, una misma herida.
Cierran los ojos para que el otro no se de cuenta y así evitar recordar la forma en que se abrazaban cuando algo les preocupaba o alguno tenía el corazón pequeño. Y duele tanto traerlo a la memoria… porque ahora, desean tocarse pero tienen miedo que no quede nada de aquello. Y aún duele más repetírselo y volver a engañarse. Mentiras y más mentiras que niegan lo que fueron y convencer no volverán a ser.
Ya no desayunan juntos y cuando lo hacen miran al infinito pensando que había algo en ti que nunca encontré en nadie más. No era solo el deseo, en medio del cansancio y del sudor, se estrechaban contra el pecho con una ternura que desarmaba cualquier miedo. Era en ese abrazo donde entendían que lo suyo no solo era especial, era refugio y el hogar que siempre habían deseado quedarme dormidos.
Era especial porque lograban que el mundo desapareciera cuando me tocaban. Porque su forma de amarme era tan escandalosa y apresurada como profunda y sagrada. Virgen de la locura…Y por eso duele tanto ahora, porque mira sus ojos y ya no encuentro ese brillo, ni esa urgencia, ni esa…La verdad se ha quedado en el camino, es un refugio inútil de ellos mismos. Qué fácil es olvidar lo que vemos cuando hemos perdido la mirada.
No hay palabras ni silencios que expresen cómo duele y aún rompe más. Se culpan de haber querido y no saber ahora querer, sabiendo que fue tan irrepetible como la cicatriz que juntos están creando. Esa que nadie ve mientras echa raíces. Y se mienten otra vez con un ya no estás, aunque sigas aquí. Uno mira al otro y se dice “Te amé como nunca supe que podía amar, y lo que fuimos merece descanso, no esta agonía lenta que lo ensucia todo”, pero calla.
Tampoco tienen palabras para irse, siguen compartiendo el mismo techo, los mismos vasos, la misma almohada que huele a ellos. Los días se llenan de coreografía perfectas ensayadas de pasos, abrir la nevera, mirar sin ver, cerrar la puerta, encender la tele para escucharse menos, bajar la mirada para que no se note el miedo.
Dónde nos perdimos? Dónde dejamos de acariciarnos el pelo, de protegernos, de ir detrás del otro sin saber adónde, de repetirnos lo que se puede llegar a a querer, de no necesitar entenderlo, de echarnos de menos, de naufragar sabiendo que juntos saldríamos a flote… lo que se puede llegar a querer.
Dónde dejamos espacio para la maldita pregunta inevitable, para tener que decidir entre la valentía para hablar, el precio de seguir o el vacío de perderse. Dónde empezaron a avergonzarse de lo que sentían? Dónde se creyeron que existe eso de una rendición madura? Dónde se convencieron que podemos vivir entre medias verdades e intentos de rescate.
La costumbre vence la valentía y los dos se quedan? Aparece el tiempo, ese tiempo que dejan pasar, ese que tampoco entiende, el mismo que nunca trae respuestas. El tiempo que los va haciendo pequeños, invisibles, y el miedo constante se despertar un día junto al otro y sentir que no están. Tal vez sea que el amor sigue, solo que se ha cansado de esperarlos.
Sea cual sea el final que escriban, ojalá encuentren la forma de darle nombre a lo que sienten, aunque duela, porque amar también duele. Que no sea la rutina la que escriba por ellos. Que, aunque el amor se agote, no sea la cobardía la que lo entierre.
Jorge Juan García Insua
(*) Esta publicación pone cierre a una particular trilogía sobre sentimientos y emociones en las relaciones sentimentales. Cualquier de los Capítulos podría ser parte de alguna de las sesiones vividas o tal vez parte de las que queden por venir.