Hay palabras que sanan, pero silencios que van más allá y revelan más que cualquier discurso. En el espacio íntimo de una sesión terapéutica, donde las emociones respiran despacio y las miradas hablan sin pedir permiso, a veces lo más valiente no es hablar, sino quedarse en silencio y permitir que ese silencio diga lo que aún no puede pronunciarse.
Hay sesiones silenciosas donde el paciente necesita acallar su ruido interior y mirarse en calma y silencio, donde pasan los minutos y sin haber palabras puedes escuchar al paciente.

Esta fue una de esas sesiones y después de escucharlo y varios minutos de silencio necesité pedirle permiso…
– Permíteme que recoja eso que acabas de expresar para asegurarme que lo he entendido bien. Has planteado dos opciones que básicamente son dices lo que sientes y lo arruinas, o no dices nada y dejas que eso te arruine a ti.
Hay algo profundamente doloroso en ese dilema: “dices lo que sientes y lo arruinas, o no dices nada y eso te arruina a ti.” Es la voz de alguien atrapado entre el miedo y la necesidad, entre el deseo de ser escuchado y el terror de perderlo todo si se atreve a hablar.
Hay verdades que pesan como piedras en la garganta. Se sienten ahí, vivas, empujando por salir, y una parte de ti sabe que si no las sueltas, te van a ahogar por dentro. Pero al mismo tiempo, el corazón tiembla: ¿qué pasará si las digo? ¿Si muestro lo que de verdad hay debajo de la coraza?
Desde la psicología, podríamos hablar de mecanismos de defensa, de evitación, de miedo al rechazo… pero cuando uno está en ese dilema las teorías no bastan. Lo que se siente es una guerra interna entre la parte que quiere protegerse y la que quiere vivir de verdad. Y en esa guerra, el silencio parece seguro… hasta que un día deja de serlo.
Porque el silencio también destruye. Destruye despacio, sin ruido. Te vuelves espectador de tu propia vida, aguantando lo que no se dice, escondiendo lo que duele, fingiendo que todo está bien.
La verdad de uno siempre quiere ser dicha, aunque sea con voz temblorosa. Quizá la cuestión no sea elegir entre hablar o callar, sino de encontrar una forma de decir la sin dejarte romper por ella. De sostener el miedo en una mano y la honestidad en la otra, y encontrar ahí el equilibrio. Un equilibrio en ocasiones tan difícil que asusta y lo creemos casi imposible. Por eso ni lo intentamos.
Porque sí, decir lo que sientes puede arruinar algo. Pero callarlo… puede arruinarte a ti. Y a veces, simplemente, llega un punto donde ya no se puede seguir callando. No por valentía, sino porque el cuerpo, el alma, el corazón… ya no pueden más. Ahí no hay valor, hay agotamiento y el agotamiento no es buen compañero para expresar emociones y sentimientos.
El agotamiento no siempre se nota al principio, más bien al revés. Llega despacio, sin hacer mucho ruido y cuidadoso, con el disfraz de una resignación que parece calma. Empiezas diciendo un “no pasa nada”, “ya se me pasará”, “no quiero hablar de eso ahora”… y un día te das cuenta de que no recuerdas la última vez que dijiste algo de verdad. Has aprendido a esconderte detrás de sonrisas automáticas, a sobrevivir sin sentir demasiado, porque sentir cansa y mucho cuando no se expresa.
Cuando miro a través del paciente, el agotamiento se siente como estar de pie en medio de una tormenta y no tener energía ni para abrir el paraguas. Ya no hay rabia, ni llanto, ni encuentra las palabras para gritar. Solo un silencio espeso, ese que pesa más que cualquier grito y que llena la consulta. Quien está ahí empieza a pensar que tal vez así es más fácil no decir, no pedir, no esperar. Pero lo que realmente pasa es que uno se va apagando sin darse cuenta.
Y desde el lado del psicólogo, lo que se percibe es esa mirada vacía, esa forma de decir “estoy bien” que no convence ni al aire. Compás de espera. Hay algo en ese cansancio que no busca soluciones, sino comprensión. El terapeuta sabe que no toca empujar, sino acompañar. Estar ahí, con presencia tranquila, recordándole así al paciente que todavía hay opciones, que puede decidir y tener el control aunque apenas se note.
El agotamiento no es debilidad. Es el cuerpo y la mente diciendo “ya no puedo seguir cargando con tanto sin soltar nada”. Es el límite antes del derrumbe, pero también puede ser el inicio de algo distinto: el fin de la armadura.
Porque a veces solo desde ese cansancio profundo nace la posibilidad de hablar de verdad. No desde la fuerza, sino desde la rendición. Desde ese “ya no puedo más” que, aunque duela, también abre una puerta, la de me da igual todo desesperado que abre una puerta hacia algo más honesto, más real.
El silencio es la forma de comunicación más difícil. Dice tanto al tiempo que calla. El silencio es ausencia en un extremo y presencia pura en el otro, desnuda, sin adornos. Es el lenguaje de lo que no puede decirse con palabras, de lo que solo se entiende con el cuerpo, con la respiración, con la mirada que sostiene sin necesidad de preguntar.
Hay silencios que consuelan, como un abrazo que no necesita explicación. Y hay otros que hieren, porque en ellos se siente todo lo que no se dice y que, sin embargo, grita y hasta se llena de lágrimas.
El silencio comunica incluso cuando creemos que nos protege. Dice: “tengo miedo”, “no sé cómo seguir”, “no me atrevo a mostrarme tal cual soy”. Habla con una voz que solo el alma reconoce. Por eso, cuando alguien guarda silencio frente a nosotros, no siempre está callando y a veces está diciendo lo más difícil de escuchar.
Y si el reto no es romper el silencio, sino aprender a escucharlo. Escuchar lo que cuenta sin palabras, lo que pide sin pedir, lo que late detrás de la pausa. En la terapia, en la amistad, en el amor, hay silencios que son gestos de confianza: el permiso de ser sin tener que explicarse.
El silencio puede ser refugio o frontera. Puede protegernos o aislarnos. Todo depende de si lo habitamos con miedo o con presencia. Solo cuando el silencio se vuelve consciente se convierte en espacio, uno seguro para nosotros y para quien dejemos entrar en él. Espacio para sentir, para descansar, para volver a encontrarnos con lo que somos sin ruido de fondo.
Cuando no es así y el silencio hace de muro sin darnos cuenta nos escondemos tras él, para protegernos de no sabemos qué, para que no nos hagan daño o… para no hacerlo nosotros.
Qué difícil llevarnos bien el silencio, qué difícil sentirlo y entenderlo, incluso el nuestro. Si no sabemos escuchar el nuestro difícilmente podemos sentirnos bien con el silencio ajeno.
A veces pienso que el silencio del otro nos confronta con el nuestro. Nos muestra los lugares donde también hemos callado demasiado. En esos instantes, mientras el paciente mira al suelo y las palabras no llegan, hay algo en mí que también se queda quieto, escuchando. No solo lo que él no dice, sino lo que yo tampoco me atrevo a decirme.
Porque acompañar no siempre es guiar. A veces es reconocer que no tengo todas las respuestas, que también me duelen las mismas heridas con otros nombres. Que la diferencia entre quien escucha y quien habla es solo el turno de palabra.
He aprendido que el silencio no se rompe a la fuerza. Se ablanda con tiempo, con presencia, con la certeza de que no se va a juzgar lo que aparezca. El silencio se abre cuando el alma siente que puede hacerlo sin ser traicionada. Y cuando eso ocurre, cuando una palabra se escapa es como si entrara un poco de aire fresco en una habitación cerrada durante años.
Hay días en que me voy de la consulta con el corazón lleno de ese aire. No por lo que se dijo sino por lo que un paciente se permitió sentir. Y en ese sentir compartido, terapeuta y paciente se vuelven, aunque sea por un instante, dos seres humanos recordando que hablar y escuchar, cuando nace del alma, también es una forma de sanar.
A veces, cuando esa última sesión termina me quedo un instante en silencio y en semioscuridad, mirando el espacio vacío que deja la consulta. Queda una resonancia de todo lo que se movió sin apenas palabras. Respiro hondo, como si también necesitara asegurarme de que sigo aquí, de que no me he perdido en lo que el otro ha traído.
He dicho muchas veces que escuchar me transforma. No salgo indemne de cada historia, y creo que eso está bien, así debe ser. Porque acompañar no es mantenerse intacto, es permitirse sentir sin que el sentir te arrastre. El silencio del otro me ha enseñado, y sigue haciéndolo, a mirar el mío con más ternura. A entender que hay tiempos que no pueden acelerarse, que hay heridas que no necesitan respuestas, sino presencia.
Creo honestamente que en los últimos meses he aprendido mucho de escucha y de presencia. Hace muchos años una persona que me dio la oportunidad de aprender y formarme en terapia me dijo que un terapeuta ha de aprender a vivir y convivir con lo que no se dice, a ser agradecido con el poder ser testigo de esos pequeños despertares que ocurren sin aplausos, sin grandes gestos y en la intimidad de una sesión.
Me dijo y enseñó que acompañar es aprender a escuchar la vida en voz baja. Y tantos años después me sigue pareciendo la forma más bonita de acompañar y escuchar.
Jorge Juan García Insua
“Solo cuando compartimos nuestras heridas se vuelven fuente de curación.” Henri J. M. Nouwen