Hay sesiones que dejan una huella profunda por la forma en que una frase, dicha casi al pasar, logra abrir una puerta que llevaba demasiado tiempo cerrada. A veces, una imagen sencilla o una expresión cotidiana actúa como llave, permitiendo que algo que estaba atrapado encuentre por fin un espacio para ser nombrado. Así fue en una sesión de ayer.
El proceso terapéutico suele avanzar y cuando ese avance nace de alguien que ha pasado media vida luchando con sus propias sombras, cada palabra cobra un peso distinto, una honestidad que interpela también a quien acompaña. Fue en ese clima de vulnerabilidad lúcida cuando mi paciente pronunció una frase que aún resuena en mí.
Él que está en un proceso de dejar atrás media vida de adicciones me ha dicho “todos tenemos algún muerto en el armario”.

Todos tenemos un muerto en el armario.
Esta frase contiene una verdad implacable. Al final, todos cargamos con algo, una historia que nos pesa, un error que preferiríamos no recordar, una parte de nosotros que aún no sabemos cómo mirar de frente.
Escucharla en su voz, en la voz de alguien que ha sobrevivido tanto, que ha tenido que desmontar capas de dolor, de culpa, de hábito y de silencio, la vuelve aún más profunda e intensa.
Me conmueve es que no lo dijo con amargura, lo dijo con una mezcla de lucidez y cansancio, pero también con dignidad. Como si reconocer ese “muerto en el armario” fuera, paradójicamente, una forma de empezar a vivir.
Empezar a vivir no borrando lo que nos duele sino dejando de esconderlo. A lo largo de la sesión reflexionamos sobre que todos llevamos un pasado que nos acompaña, que incluso inconscientemente nos ha moldeado, pero que no tiene por qué condenarnos ni ser una cruz con la que cargar de por vida.
Abrir ese armario, aunque sea entre las dudas de la sesión y tiemble la voz, aunque duelan lo que esconde, es casi siempre un acto de libertad, de liberación y desahogo.
Y entonces recuerdo todas esas frases que dicen que la valentía no está en no tener sombras, sino en atreverse a encender la luz.
Esa frase en él no era solo una confesión, era una mano tendida hacia sí mismo. Una forma de decir “ya no voy a huir”. En terapia hay muchos momentos en los que algo se abre. No hacen ruido, no llevan fanfarria, no parecen grandes hitos desde afuera. Pero dentro del paciente, y también dentro de quien lo acompaña, algo se reordena. Ese fue uno de esos instantes. Un segundo casi invisible en el que el pasado deja de ser un perseguidor y empieza a ser un territorio que, poco a poco, se puede transitar sin miedo.
Aceptar el propio muerto en el armario no significa resignarse. Significa reconocer que hubo dolor, que hubo decisiones que hirieron, que hubo una versión nuestra que actuó desde la herida, la huida, la culpa y no desde la elección. Y aun así, pese a todo, seguimos aquí. Vivos, con cicatrices tal vez pero capaces de abrir la puerta y mirar.
Por eso que la “recuperación” no es un camino recto, sino una especie de reconciliación lenta con uno mismo. Que cada avance es pequeño, sí, pero es real cuando se hace desde la conciencia. Que cada vez que alguien se atreve a nombrar su sombra, el mundo se vuelve en su mente un lugar un poco más habitable.
Es inevitable preguntarme por mis muertos en el armario. No para convertir la sesión en un espejo de mí mismo, sino porque escuchar a alguien nombrar su sombra, después de tantos años de cargarla en silencio, inevitablemente despierta la propia.Los terapeutas no somos ajenos a esa humanidad que acompañamos.
Aunque sabemos que la consulta no es el espacio para desnudarnos, sería muy ingenuo pensar que nuestras historias no laten, discretas, justo detrás de la escucha. A veces me pregunto si mis pacientes imaginarían que también yo he tenido que reconciliarme con partes que preferí no mirar durante años; que también aprendí (tarde) que lo que se esconde no desaparece, solo se endurece en la oscuridad.
Sin embargo, esa conciencia es parte de lo que me permite estar presente sin juicio. No necesito contarles mis muertos para que sepan que los tengo; basta con respetar los suyos para que intuyan que entiendo el peso.
Qué difícil es asumir que nadie llega intacto a ninguna parte. Que todos hemos atravesado pérdidas, culpas, decisiones torpes o momentos en los que actuamos desde la herida. Pero también es cierto que no somos prisioneros de esos capítulos. Un muerto en el armario puede asustar, sí, suele ser así, pero también puede ser una brújula.
Mis pacientes rara vez lo saben, pero cada vez que uno de ellos abre una rendija, aunque sea mínima, también me recuerdan algo a mí. Me recuerdan que la vida, incluso en su versión más rota, aún quiere abrirse paso. Que mirar hacia adentro no destruye y sí ordena. Y que el valor no se mide por la ausencia de sombras, sino por la capacidad de permanecer abrazado a ellas sin salir corriendo.
Tal vez por eso esa frase me golpeó. Porque todos tenemos algo ahí guardado, pero no todos tenemos el coraje de hablarlo. Él lo hizo. Y en ese gesto, sin proponérselo, me recordó que el proceso terapéutico es un camino compartido, distinto para cada uno, pero humano para todos.
Mis muertos seguirán donde estén y la parte positiva es que tenerlos es el recordatorio humilde de que acompañar a otros solo es posible cuando uno también se reconoce imperfecto, falible, oscuro en alguna parte y, aun así, tan dispuesto como miedoso a encender la luz.
Jorge Juan García Insua