Le dijo que la entendía, se lo repitió. La verdad es que no entendía nada, pero nada en absoluto.
Había estado atento, presente como le dijo el psicólogo pero no, no lo podía entender. Le resultaba imposible ponerse en su lugar, no sabía por qué pero tampoco odia sentir lo que ella sentía.
Lo peor fue cómo reaccionó ella. Si no puedes entenderme es que no me quieres, en el fondo no te importo y no te preocupas suficiente de mí, si no lo harías.
Él se quedó bloqueado, sin saber qué decir. Con miedo a expresarse y que eso avivará el fuego. Se quedó en silencio, allí de pie, mirándola sin saber si acercarse o alejarse. En su cabeza resonaba ese “no me entiendes, no te importo”. No era verdad, no lo sentía así. La quería, de una forma torpe quizá, sí, sin el lenguaje adecuado, sí.
La quería. Qué difícil todo.
Ella, con los ojos húmedos, esperaba algo más, él incapaz de leer las señales, de interpretar, de traducir se sentía cada vez más desnudo y bloqueado.
En silencio se alejaron. Esa noche, no hubo reconciliación ni abrazos.
La empatía no siempre llega como una intuición mágica ni siempre sabemos serlo en todas las situaciones. A veces hay que construirla con paciencia, con preguntas, con silencio compartido. Entender no es lo mismo que sentir, ni sentir es lo mismo que aceptar que el otro siente algo que no podemos experimentar igual, y aún así, quedarnos allí, sosteniendo.
Al día siguiente, él despertó con el cuerpo pesado. La cama seguía tibia pero vacía. Escuchó pasos en la cocina, el ruido de la cafetera, una taza. Se levantó, dudando si hablar o fingir que nada había pasado. Y con miedo.
Ella estaba de espaldas, el cabello despeinado, como si no hubiera dormido bien. No se volvió cuando él entró.
Él quería decirle que no sabía cómo hacerlo, que no sabía cómo entenderla sin que se lo dijera con palabras que pudiera entender. Qué difícil todo.
Ella no lo miraba. Imaginaba decirle que no quería que la entendiera del todo, solo quería sentir que le importaba cuando no la entendía. Qué difícil todo.
Él sintió un nudo en la garganta. Eso sí lo entendió. El silencio se instaló entre ellos, algo así como un visitante antiguo que ya conocían. Se movían por la casa con cuidado, evitando el roce, como si el contacto pudiera romper algo frágil e invisible.
A veces él la observaba de reojo. Ella lo sentía presente y ausente al mismo tiempo. A media mañana, él se acercó con dos tazas de café. Una la dejó frente a ella, sin decir nada. Ella lo miró un segundo, un segundo apenas, y asintió. No sonrió, no se apartó.
Él pensó que tal vez la empatía también podía tener esa forma, la de quedarse sin saber qué decir, pero… sin irse. Un café cuando no hay palabras.
Durante un rato largo, no hablaron. Solo el vapor del café, como una señal de tregua. Él quería hablar y no sabía. Ella también quería decir algo pero estaba molesta. Qué difícil todo.
Qué difícil la empatía cuando el amor se mezcla con el cansancio, cuando uno solo quiere que el otro entienda sin tener que explicar.

Qué difícil cuando la ternura tropieza con la frustración, cuando la necesidad de ser comprendido se convierte en una exigencia. Y si la empatía no siempre se parece a entender al otro, y se parece más a quedarse, a no marchar.
Tal vez eso es empatía, no tener palabras ni respuestas. Tal vez tiene la forma de quedarse al lado del otro, incluso cuando no se sabe por qué ni para qué, pero se sabe que uno debe estar ahí.
Tal vez amar sea eso: seguir intentando, incluso cuando no sabemos cómo.
A veces, cuando una pareja atraviesa una crisis, la palabra empatía suena como un consejo tan fácil como vacío. Todos saben que es importante ponerse en el lugar del otro, pero hacerlo de verdad, cuando hay dolor, resentimiento o cansancio acumulado, es otra historia. En medio del conflicto, las emociones se mezclan, la rabia tapa la tristeza, el orgullo bloquea las palabras, y cada intento de entender al otro parece una renuncia a uno mismo.
Ambos creen tener razón y en cierto modo la tienen. Cada uno ve la relación desde un lugar distinto, con su propio paisaje de heridas y expectativas. El problema es que, cuando el amor se mezcla con el reproche, escuchar se vuelve casi imposible. Las palabras dejan de buscar un puente y se convierten en armas.
Practicar la empatía en esos momentos no significa justificar al otro, ni anularse, sino intentar ver el miedo que hay detrás de su enojo, la inseguridad escondida detrás del silencio.
Pero eso exige calma y la calma es lo primero que se pierde en una crisis. Quizás la empatía, en el fondo, no sea tanto una emoción como una elección: decidir no responder desde la herida, sino desde el deseo de comprender, incluso cuando duele.
Y qué difícil todo…
Jorge Juan García Insua