
En aquella sesión de hace unos días ella me confesó tener miedo a lluvia. Hasta aquel instante no lo sabía, no lo había compartido ni podía presuponerlo.
Habíamos comenzado tan solo unos minutos antes de que el sonido de las gotas cayendo con rabia contra el edificio y los truenos resonara en la consulta.
Se puso las manos en la cara y entre lágrimas me dijo “no puedo seguir, no puedo seguir”. Se levantó de la butaca y se sentó en la alfombra, buscando seguridad en el suelo.
No hice nada por evitarlo.
Me acerqué despacio, cuidando que cada movimiento no se sintiera como otra amenaza. Me senté cerca de ella, cuidando el espacio. No intenté levantarla. No le pedí que hablara. Me esforzaba en estar tranquilo para ella, en mi mente resonaba un “estoy aquí”.
Pasados unos minutos pareció recuperar cierto control y verbalizó:.
– Cuando llueve… vuelvo allí -susurró-. Siempre vuelve.
No pregunté dónde. Sabía que ese lugar no tenía coordenadas, solo sensaciones. Mantuve la distancia al tiempo que la cercanía, me senté más cómodamente como una forma de decir que podía seguir allí si le daba seguridad.
Entonces empezó a sentir lo que parecía un ataque de ansiedad. Le pedí que apoyara la espalda contra la pared, que sintiera su firmeza y contamos juntos cinco cosas que veía, cuatro que podía tocar, tres sonidos… la lluvia fue el tercero.
Al nombrarlo levantó la vista y me preguntó:
– No vas a decirme que me levante?
– No, no voy a hacerlo. No lo he hecho y no lo haré
– Nunca me lo habían permitido… tener miedo a esto, ni estar en una esquina, un lugar seguro… Siempre me dicen que exageraba, que exagero, que soy una exagerada.
– Hoy y ahora ves que es distinto.
Me asintió con la cabeza y ofreció su mano. La cogí. Ese gesto, tan sencillo, era una forma de coger fuerza.
-No sé si puedo explicarlo -dijo al fin-. Cuando empiezo, siento que me pierdo, me bloqueo, me aterra… pensarás que estoy loca.
-Entonces no hace falta empezar a explicarlo -respondí. Podemos ir despacio. Tú marcas hasta dónde, tú decides cuando es el momento y qué traes a sesión.
La lluvia seguía cayendo, los truenos aún aparecían de vez en cuando, como recordatorios. Cada uno le tensaba el cuerpo, pero ya no se derrumbaba. Se llevaba la mano libre al pecho, notando el latido, como comprobando que seguía allí.
-Era pequeña -dijo de pronto-. Y nadie venía.
No añadió nada más. No hizo falta. Dejé que ese silencio tuviera espacio, que no se llenara con explicaciones ni con prisa. A veces lo más terapéutico es no tapar el vacío.
-Me da rabia -confesó-. Qué rabia que algo así todavía pueda conmigo. Nunca he podido hablar de ello Jorge, nadie lo sabe, nadie. Todos estos años pensando que me olvidaría y mi mente borraría aquello, hasta que llega la lluvia, los truenos…
Apretó mi mano un segundo más y luego la soltó, no como un rechazo, sino como quien ya puede sostenerse un poco sola. Se incorporó con cuidado y volvió a sentarse en la butaca, sin que yo se lo pidiera. Ese movimiento fue suyo, y lo respeté.
-Creo que es la hora Jorge. No quiero hacer esperar a nadie -dijo.
– Quieres dejarlo aquí? Si lo deseas está bien, si quieres seguir podemos hacerlo.
– Gracias, hoy ha sido muy… intenso. Podemos comenzar la siguiente desde aquí?
– Claro, es tu proceso. Tú mandas.
Antes de irse, se detuvo en la puerta.
-Gracias por no sacarme de ahí -me dijo-. Por no decirme que me calmara.
Nos abrazamos al despedirnos.
Al cerrar la puerta pensé que en aquella sesión no habíamos “tratado” un miedo. Habíamos hecho algo más básico, permitir que existiera.
Dejarlo surgir, hacerlo visible y sobretodo reconocerlo sin desmentirlo.
Qué fácil habría sido hacer otra cosa, pedirle que se levantara, que respirara hondo, que “volviera al presente”. Cuántas veces, con buena intención, se empuja a alguien fuera de su miedo sin preguntarle si tiene a dónde ir.
Acompañarla ese día no fue una técnica brillante ni una intervención compleja. Fue sostener mi propia incomodidad. Confiar en que no hacer nada, no corregir, no apresurar, no explicar y aceptar que eso también es una forma de hacer. Una de las más difíciles.
Recordar ahora mientras llueve aquella sesión me recuerda que el trauma no es el recuerdo, sino la soledad en la que ocurrió. A veces, lo que sana no es entender lo que pasó, sino vivir algo distinto en el mismo lugar emocional donde antes no hubo nadie.
Como terapeuta, uno aprende a escuchar palabras, pero días como ese me recuerdan que también hay que escuchar el cuerpo, el silencio, la elección de sentarse en el suelo o de ofrecer una mano. Ahí también hay un lenguaje, y suele ser el más honesto. De eso sabe mucho mi buen amigo Marco Areddu, pensé en cómo lo habría gestionado él.
No sé qué hará la lluvia la próxima vez que venga a sesión. Sé que el miedo seguirá apareciendo, pero ahora existe una experiencia nueva a la que podrá volver: la de no ser cuestionada, la de no tener que demostrar que su miedo es legítimo.
Y para mí quedó otra certeza, sencilla y evidente: los psicólogos no siempre somos quienes quitan el dolor. A veces somos quienes se quedan. Y quedarse, cuando alguien tiembla, es mucho.

Jorge Juan García Insua