La ansiedad no escucha razones, se instala en el pecho y habla con propia voz. A veces por la izquierda con la voz bajita, otras por la derecha a gritos e insolente.
Ésta podría ser una historia más sobre una persona que sufre ansiedad. Podría pero no, no lo es. Me ha pedido que la explique… “Bueno, pero solo si te apetece o si te sale hacerlo”. Así que lo intento y al ponerme creo que voy a añadir poco porque lo importante lo dice todo ella.

Aquel primer día llegó superada, con las emociones a flor de piel. Bastaba mirarla para también poder sentirlas. Se sentó y casi sin pausa…
– En el fondo eso es por lo que estoy aquí. Quisiera no ser la persona que soy, quisiera ser distinta… de otra forma. Llego a odiarme cuando le doy importancia a cosas que a nadie le importan, siempre dándole vueltas a todo y otros son felices, no piensan, les da igual. Si pasa pasa y si no pues nada, yo no. No puedo, no aguanto más siendo yo. De qué me sirve sentir cosas que están fuera de mi control.
Cuando no puedo dormir, cuando doy vueltas y vueltas me pregunto en qué momento aprendí a vigilarme tanto, a anticipar cada posible error como si fuera una catástrofe anunciada. Vaya mierda de vida Jorge.
Vivo cansada de estar alerta, de traducir cada gesto, cada silencio, como si escondiera una amenaza. Sé que exagero, me lo digo, sé que como todos lo piensan pero no sé cómo apagarla.
A veces pienso que sentir tanto es una forma de castigo. Como si hubiera algo defectuoso en mí que no supo endurecerse a tiempo. Quisiera apagar el ruido, dejar de analizarme como si fuera un problema, como si toda yo fuera un problema.
Quisiera descansar de mí misma, aunque sea un rato… desaparecer. Mi regalo de Reyes sería saber cómo se siente estar en paz sin tener que ganársela, sin tener que justificarla, ni imaginarla.
Qué mierda, qué triste vivir así…
Por eso vengo. Porque estoy agotada de pelear conmigo, porque no sé cómo soltar este miedo. Y porque, aunque me cueste decirlo, una parte de mí todavía espera que no todo en mí esté mal…
– Seguro que no está “todo” mal -le he dicho-. Mientras te escuchaba sentía que tal vez no necesitas ser otra persona, tal vez un primer paso sea ayudarte a no verte como un enemigo.
– Siempre he sentido justo eso, que soy mi peor enemigo, que lo llevo dentro. Como un diablo que nunca descansa, que se alimenta de mi misma…
Un año y medio.
De esta sesión se cumple un año y medio. Estos días hemos empezado a dibujar el final del proceso. Hoy la hemos escuchado juntos para poder anclar el recorrido a través de todos estos meses.
Mientras la escuchábamos la miraba. La recordaba aquella sesión y la veo ahora, con la espalda algo más erguida, respirando… sin pedir permiso. Pienso la fuerza que hace falta para pedir ayuda, la valentía silenciosa de quedarse cuando lo más tentador es huir aún sabiendo que la angustia huye contigo.
La admiro. Desde mi lugar siento admiración por ella, por haber dejado de tratarse como un campo de batalla. Aún se le humeden los ojos al oírse, pero ya no hay desprecio en su mirada. Hay tristeza, sí, pero también ternura, es como mirar a quien se reconoce después de mucho tiempo evitándose.
Ella se escuchaba en silencio. A mi duele todavía escucharla. Nadie le había enseñado a no vigilarse, a no exigirse tanto. Para ella sobrevivir había sido su forma de estar en el mundo y su ansiedad no era un defecto, sino la única estrategia que conocía de “sobrevivir” a él.
-Escucharme así Jorge… -dijo al fin- me duele, aún me duele, pero hace meses me habría insultado por decir todo eso. Hoy pienso que no podía más y que… estaba haciendo lo que podía.
Asentí despacio.
Hay momentos en terapia en los que no hace falta interpretar nada. Solo sostener. Ser testigo de ese instante exacto en el que alguien deja de pelearse consigo mismo, aunque sea por segundos.
– Tal vez -respondí- no se trataba de callar esa voz, sino de dejar de creerle todo.
Sonrió apenas y preguntó:
– Siempre has confiado en mí verdad?
– Sí, siempre he tenido confianza en ti.
No dije nada más. No hacía falta. En esa pregunta y en esa respuesta también hay algo que se está cerrando con cuidado. No porque todo esté resuelto, sino porque ya no necesitaba pruebas constantes de su valor. La confianza ya no viene solo de fuera, ahora también desde dentro.
Pienso que el final de un proceso no es una despedida “limpia”, sino un gesto interno, un dejar de mirarse únicamente desde la herida.
Seguirá habiendo ansiedad, días difíciles, viejos reflejos. Pero ahora hay algo distinto: la posibilidad de detenerse antes del golpe, de hablarse con menos dureza, de no abandonarse en mitad del miedo y sobre todo de dejar de mirarse desde la herida.
Jorge Juan García Insua