La terapia no empieza cuando se habla en sesión, empieza mucho antes, en todo lo que la persona trae consigo y no sabe todavía cómo decir. Y ahí empezaron a coger voz los pensamientos que poco después ella trajo a sesión y compartió conmigo.
No fue una sesión de diagnóstico ni tampoco de conclusiones cerradas, fue un esfuerzo sincero y emocional de comprender qué se mueve cuando alguien ama con todo y termina creyendo que ese “todo” es el problema.
Y llevábamos media sesión cuando verbalizó:
-Pensaba tonta de mi que la decepción me daría tranquilidad, bueno… al menos otras veces pensaba que había sido así… – se queda pensativa y finalmente suspira.
– Ese suspiro parece decir que esta vez no.
– No, no sé por qué pero este es un palo distinto, o al menos duele más o diferente, no sé… pero es más que decepción.
– Qué hay en ese “más que decepción?
– Lo conocí y por algún motivo me ilusioné, como nunca antes me había pasado por nadie, y no ha hecho nada malo ni… pero supongo que soy tan intensa que nadie me soporta. En el fondo me decepcionó a mí misma, la culpa es de ser intensa.
– Qué supone para ti ser intensa?
– Ser intensa… es sentirlo todo de golpe, a lo bestia. Todo de todo. Es ilusionarme rápido, imaginar, proyectar. Es no saber quedarme en la superficie cuando algo me importa. Es querer de verdad!
-¿Y qué te dices a ti misma cuando eso pasa?
-Que debería frenarme. Que tendría que aprender a no esperar tanto, a no sentir tan hondo. Que si me duele así es porque hice algo mal. Porque fui demasiado yo, porque estoy mal hecha o seguro que algo aquí (señalando su cabeza) no funciona.
-¿Demasiado para quién?
-Para casi todos -responde rápido, muy rapido, sin pensarlo-. Siempre acaba siendo lo mismo. Yo me abro, me muestro y el otro se va quedando atrás… o se va del todo, incluso huye! Vuela! Y entonces pienso lo de siempre, que el problema soy yo.
-¿Y qué sientes ahora, además de decepción?
-Vergüenza -bajito-. Vergüenza de haberme ilusionado tanto. De haber creído que esta vez podía ser distinto. Y tristeza… una tristeza honda, de esas que no se van “con entenderlas”. Y mucha culpa de ser así.
-Parece que no solo duele lo que pasó con él, sino lo que te dices a ti a raíz de eso.
Ella asiente y se emociona. Silencio.
-Sí… tienes razón, porque no es solo perder lo que imaginé con él. Es volver a esa idea de que hay algo en mí que está mal. Que querer así espanta. Que sentir así me deja sola.
—¿Y si, en lugar de preguntarnos qué hay de malo en tu intensidad, nos preguntamos qué necesidad hay detrás de ella?
La pregunta queda flotando. Ella respira hondo, me mira.
-Necesito conexión -dice-. Necesito la conexión de sentirme elegida, sostenida. Necesito que alguien no se asuste cuando me muestro tal cual soy.
-Eso no suena a un defecto -respondo-. Suena a una necesidad.
Se queda en silencio, pero no son momentos incómodos. En absoluto. Vuelve a expresar el cómo se siente y habla no de ese vínculo perdido sino de una herida anterior a él. No es él. No es únicamente esta decepción. Es la historia que ella se cuenta cada vez que algo no funciona. Es ese “soy demasiado, por eso me dejan”. Y ahí, en esa frase, hay mucho más dolor escondido que en el fin mismo de esa relación.
Pienso en cómo ha aprendido a mirarse con dureza. Cómo convirtió su forma de sentir en una culpa, en algo que insiste en que necesita ser corregido. Su intensidad no aparece como un rasgo, sino como una sentencia pendiente de saber cuál es la penitencia.
Me pregunto cuántas veces nadie le devolvió otra lectura posible. Cuántas veces se quedó sola sosteniendo emociones sin que nadie le enseñara que no eran peligrosas, que no hay malo en sentirlas.
No tengo delante mío ni escucho a alguien que ama mal. Escucho a alguien que ama con hambre de vínculo, con deseo de algo real. Intenso sí pero entendido como irrompible, esa clase de amor que salta contigo desde cualquier altura.
Veo a alguien que se ilusiona porque está viva, no porque sea ingenua. Alguien que quiere creer. Ella traduce esa vitalidad en defecto, porque el dolor se vuelve más tolerable si cree que tiene una explicación que depende de ella.
La pregunta es ¿demasiado para quién? ¿En qué espacios su forma de sentir no sería un exceso, sino un “lenguaje compartido”?
Qué triste sería si lo que tiene que aprender es a no ilusionarse. Su tarea, si alguna hay, será diferenciar cuándo su intensidad es una expresión auténtica y cuándo se convierte en una exigencia hacia sí misma para ser elegida.
La mía será recordarle, una y otra vez si hace falta, que no está rota, que el dolor no demuestra un fallo, sino un anhelo.Quizá este proceso no vaya de enseñarle a sentir menos, sino de ayudarla a dejar de atacarse por sentir así. Y eso ya es un enorme alivio para ella.
La veo frágil, pero no débil. Su dolor es genuino, no exagera. Y pienso en cómo la intensidad, cuando no es sostenida, acaba volviéndose contra uno mismo. No porque esté mal sentir así, sino porque nadie enseñó qué hacer con tanto.
Me pregunto qué lugar ha ocupado ella en sus vínculos, si el de la que se adapta, la que espera, la que se esfuerza por no incomodar… Si su intensidad ha sido siempre una forma de ir hacia el otro, incluso a costa de dejarse un poco atrás. Tal vez por eso ahora duele distinto. Porque no solo perdió una ilusión, perdió también una parte de sí que había puesto ahí con esperanza.
Siento que es importante ayudarla a separar dos cosas que ahora están enredadas: el rechazo y el valor personal. Que alguien no pueda o no sepa quedarse no convierte su manera de amar en un error. A veces simplemente no hubo el mismo ritmo, la misma profundidad, el mismo momento vital. Pero ella lo vive como un veredicto sobre quién es.
Mi tarea será ofrecerle un espacio donde no tenga que traducirse, donde no sea “demasiado”. Donde su intensidad pueda existir sin ser cuestionada. Porque puede suceder, que antes de encontrar a alguien que la sostenga en una relación, necesita experimentar que su mundo interno puede ser acompañado sin prisa, sin miedo.
Ojalá este proceso la ayude a que esta decepción no se convierta en otra prueba contra sí misma. Que pueda empezar a sostener la idea de que su intensidad no fue el problema, sino una parte honesta de cómo se vinculó. Y que eso, en sí mismo, no merece castigo.

Confío en que, con el tiempo, aprenderá a mirarse con la misma delicadeza con la que ama. A elegir espacios y personas donde no tenga que achicarse para permanecer. Y que cuando vuelva a ilusionarse no lo viva como una amenaza, sino como una señal de vida.
Ahí, quizás, empiece una forma distinta de estar en el mundo, menos defensiva y más fiel a sí misma.
Al despedirse me ha dicho “pídele al 2026 mucho amor… y que un poquito sea para mi”. Pediremos un 2026 con amor… para ella y para todos.
Del bueno. Del bonito.
Jorge Juan García Insua